miércoles, 30 de diciembre de 2009

AUTOROBO BANCARIO


Iba a ser el asalto perfecto, un asalto que no podría fallar, que no dejaría ninguna pista, y que produciría al asaltante una cuantiosa suma. El disfraz del asaltante, también, era perfecto: anteojos negros, peluca de color diferente, y nariz arreglada por un experto en maquillajes de teatro.

Así disfrazado, Wong Hoi Wan, de cincuenta y ocho años de edad, de Hong Kong, decidió asaltar un banco de su ciudad. Sólo que él era el presidente del banco. No se sabe si por el calor o por los nervios, la nariz se le desprendió. Y por si eso fuera poco, su enorme figura de 135 kilos de peso ya lo había denunciado a los guardias.

El titular en los diarios era interesante: «Intentó robar su propio banco».

¿Qué significa robar su propio banco? Es alzarse con el dinero que clientes desprevenidos, con toda confianza, han depositado en él. Es levantar una suma incalculable de dinero sin pensar en las consecuencias. Es arruinar honra, familia y porvenir. De ahí que Wong Hoi Wan tuviera que rendirle cuentas a la policía, al juez y a sus depositantes, expiando tras las rejas su maldad.

Si bien en esta vida pocos han de robar su propio banco literalmente, muchos lo han de hacer en sentido figurado. Pues robar su propio banco también es minar el prestigio que uno, con paciencia y cuidado, ha conquistado. Es derribar, por descuidos éticos, la posición que uno, en el mundo de los negocios, ha ganado.

Es destruir, por infidelidad conyugal, lo más hermoso y preciado que en este mundo existe: su matrimonio. Y junto con la destrucción de su matrimonio quedan, también, destruidos sus hijos, sus nietos y el resto de la familia.

Robar su propio banco es agredirse uno mismo con el uso de drogas y alcohol, destruyendo ánimo, cerebro y voluntad, haciéndose inútil para servicio benéfico y provechoso.

Es hacer caso omiso de la inquietud espiritual que toda persona tiene, destruyendo así la oportunidad de reconciliarse con Dios. Es llevar una vida materialista —efímera, volátil y falsa— sin preocuparse de lo espiritual. Es cerrar las puertas del cielo. «¿De qué le sirve a uno —afirmaba Jesucristo— ganar el mundo entero si se pierde o se destruye a sí mismo?» (Lucas 9:25).

Lo cierto es que podemos ganar millones y adquirir casas, joyas, lujos y placeres, pero si descuidamos nuestra alma nos estamos robando a nosotros mismos.

No sigamos robándonos así. Sometámonos más bien al señorío de Cristo. Él quiere ser nuestro Salvador. Dejemos de robar nuestro propio banco.

lunes, 28 de diciembre de 2009

UNA CADENA DE SUCESOS


Comenzó con dos gramos de cocaína. Luego fumó varios cigarrillos de anfetaminas mientras bebía doce botellas de cerveza, y volvió a la cocaína. Habiendo introducido todo eso en su cerebro en un período de sólo tres horas, Joselito Cinco se fue a la casa de una amiga.

En la casa de la amiga, ingirió más cocaína, fumó marihuana y bebió más cerveza. De ahí fue a la casa de otra amiga, donde usó más cocaína.

Acto seguido, Joselito se fue a un parque. Allí mató a dos oficiales de policía, Kimberly Tonahill y Timothy Roupp: a la mujer, de cuatro tiros, y al hombre, de tres. El muchacho se había vuelto un animal. Un periodista hizo el comentario que había una sola palabra para definir todo eso: «Concatenación».

Uno de los aspectos de este caso que más llamó la atención fue lo que dijo el abogado defensor del homicida. Alegó que Joselito no era culpable, sino que era una víctima. Era víctima de una concatenación, o cadena, de acontecimientos.

He aquí el argumento del abogado: Joselito era hijo de un matrimonio divorciado. Después de hacerse mayor y de casarse, su madre se separó de nuevo, y él, su esposa y sus dos hijitos tuvieron que mudarse de casa. Sintiéndose abrumado por las presiones económicas, se relacionó con narcotraficantes, y esto lo llevó a usar drogas él mismo y a armarse de dos revólveres. La noche del crimen la pasó comiendo e inhalando cocaína, fumando marihuana y bebiendo demasiada cerveza.

«Tal concatenación de acontecimientos y de circunstancias —sostuvo el abogado— no podía producir más que lo que produjo: una ráfaga de tiros que acabó con la vida de dos policías que cumplían con su deber.»

En vez de citar las circunstancias de nuestra vida para justificar toda clase de descalabros, ¿por qué no miramos más bien a nuestro alrededor? Miremos a nuestra familia, observemos a nuestros hijos, examinemos nuestro hogar. ¿Qué concatenación de circunstancias comienzan a manifestarse? ¿Hay separación? ¿Hay divorcio? ¿Hay drogas? ¿Hay alcohol? Conste que si nos descuidamos podemos acarrear una desgracia, y después no habrá nada que podamos hacer.

¿Habrá alguna solución? Sí, la hay. Podemos suscitar una concatenación de acontecimientos a nuestro favor. Si acudimos a Jesucristo, que murió por nosotros, Él acudirá en nuestro auxilio y nos ayudará a vencer, no obstante las circunstancias, y nos salvará de los efectos del vicio y del pecado.

EL ANTICRISTO


El hombre llegó temprano a la oficina de registro civil en Londres, Inglaterra. Era la oficina adonde va la gente que quiere cambiar de nombre. Cuando le preguntaron qué nombre quería ponerse, respondió: «Anticristo». Así que el funcionario, después de examinar los documentos que el hombre presentaba, fría y escuetamente estampó en los libros su nuevo nombre: «Anticristo».

Lo extraño, es que en el lapso de seis meses, sesenta y siete personas, entre ellas una mujer, pidieron que se les cambiara el nombre de pila a «Anticristo». «O la gente está loca —comentó el funcionario Costello—, o el Anticristo anda cerca.»

Esto de cambiar de nombre no es que sea raro. Unos lo hacen porque no les gusta el anterior; otros, porque su nombre coincide con el de algún criminal conocido; y otros, porque cambiando de nombre creen poder olvidar su pasado.

¿Qué significado tendrá eso de querer cambiar de nombre? Un joven hijo de madre anglosajona y de padre de raza indígena quiso darse un nombre que reflejara la raza de su padre, así que cambió de «Melvin» a «Águila Blanca». Pero la razón por la que sesenta y siete personas escogieron el nombre de Anticristo, nadie la sabe. Bien dice el refrán: «Sobre gustos no hay nada escrito.»

El psicólogo Sigmund Freud, creador del psicoanálisis, enseñó que nadie dice nada que no refleje algún sentimiento de su fuero interno. Jesucristo lo expresó así: «De lo que abunda en el corazón habla la boca» (Lucas 6:45). En otras palabras, se es por fuera lo que se es por dentro, téngase el nombre que se tenga.

El libro de Génesis, en la Biblia, habla de un joven llamado Jacob, nieto del patriarca Abraham. A causa de un cambio de corazón que tuvo Jacob, Dios le cambió el nombre de «Jacob» a «Israel» (Génesis 35:10). El nombre «Jacob» significa: «engañador»; «Israel» significa: «gobernando con Dios». Pero no fue el cambio de nombre lo que cambió su corazón. Fue el cambio de corazón lo que cambió su nombre.

Hay personas que, para cambiar su identidad, han destruido aun sus huellas digitales. Pero nada que hagamos nosotros cambiará nuestro corazón. Somos por fuera —en la vida diaria, en la familia, en el negocio, en todo— lo que somos por dentro. A menos que nos cambie Dios, un cambio de nombre no cambiará nada.

¿Cuál es la solución? Un cambio de corazón. Cuando Cristo entra en nuestra vida, cambia nuestro corazón. A este cambio la Biblia lo llama: «nuevo nacimiento». Entreguémosle nuestra vida a Cristo. Él la renovará por completo.

CUANDO SE DESTAPAN LAS CLOACAS


Se había desatado una nueva ola de delitos, una nueva ola de robos. Los ladrones habían empezado a robar las tapas de hierro de las cloacas, y luego vendían el metal como chatarra. La ciudad de Beijing, China, en particular, estaba sufriendo triple perjuicio.

El primer perjuicio era el robo de las tapas, que tenían que ser repuestas. El segundo era la cantidad de peatones y ciclistas que caían dentro de las cloacas. Y el tercero era el olor nauseabundo de las aguas negras que emanaba por toda la ciudad.

Donde se amontona la gente, proliferan los delitos. Y entre los delitos más comunes y más perturbadores está el robo. El detrimento es tal que ya no se puede vivir seguro en ninguna parte. Y ahora se añade a estos delitos el destape de cloacas.

Algún tiempo atrás comenzó en Madrid, España, lo que allí llamaron «El destape». Pronto se había extendido a muchos países de América Latina. ¿Qué era el tal destape? Suponía ser la liberación del espíritu humano, aprisionado por tradiciones religiosas. Pero resultó ser la introducción de toda clase de literatura. En realidad lo único que destaparon fue la cloaca de la naturaleza pecaminosa humana. Los quioscos de Madrid, y del mundo, se llenaron de revistas nocivas y pornográficas.

¿Qué ocurre cuando se destapa la mente del hombre? ¿Qué sale a la luz cuando se descartan restricciones de decencia y moralidad? Basta recoger el periódico del día, o encender el televisor, o abrir las páginas de una revista o entrar por las puertas de un cine. Es igual que abrir una cloaca y poner al descubierto lascivia, engaño, falsedad y violencia.

Cuando se destapa la mente del hombre, se expone todo lo que hay en su corazón. Y si ese corazón no ha sido purificado, lo que sale es putrefacción e inmundicia. Ya lo decía Anatole France, el novelista francés: «Si a la sociedad le diéramos vuelta, como a una media, nos moriríamos de consternación y de asco.»

A pesar de todos los logros de la humanidad, el hombre todavía no se ha limpiado de su vieja corrupción. Si en los consultorios de los psiquiatras se barriera todo lo que vuelcan los pacientes, se sacarían toneladas de basura.

No obstante, todo el que lo desee puede ser purificado. Hay limpieza total, efectiva y gratuita al alcance de cualquiera. La Biblia dice que la sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado (1 Juan 1:7). Cuando creemos en Cristo y nos sometemos de lleno a su señorío, Él limpia por completo nuestro corazón. No existe en el mundo entero un gusto más grande que sentirnos limpios por dentro. Eso es lo que hace Cristo. Rindámosle hoy nuestro corazón.

viernes, 25 de diciembre de 2009

RED MORTAL


Era un gigante de los mares: un gigante feliz, hijo del vasto mar. Podía nadar a cincuenta kilómetros por hora, zambullirse a más de cien metros, y luego saltar sin inhibiciones en el aire para caer con todo su enorme peso de treinta toneladas en las azules aguas de la costa de México. Era una ballena gris, que vagabundeaba libremente por todo el Pacífico.

Un triste día metió la cabeza en una espesa red de cazar tiburones. Con esa red encima el gigante no podría comer. Podría soportar el hambre varias semanas, quizá meses. Pero tarde o temprano moriría. La red donde metió la cabeza sería su muerte. Así ocurrió con esta ballena.

Da pena pensar en este campeón de los mares. La ballena gris nada continuamente en el Pacífico, desde Alaska hasta México. Se alimenta tragándose media tonelada de agua y expulsándola luego a través de las barbas de la boca. Quedan en su boca, como alimento, los crustáceos apresados. Pero si la red la atrapa, no la deja comer. Y tarde o temprano tiene que sucumbir sin remedio.

Así mismo hay personas que se ven apresadas en redes mortales. Son redes que entorpecen la conciencia, nublan la razón, oscurecen la mente y debilitan la voluntad. Aunque no traban los miembros físicos del cuerpo, estas redes traban el criterio, el sentido moral, la inteligencia y la razón.

Esta vez no nos estamos refiriendo a las redes del alcohol y de la droga, que en definitiva nos aprisionan, sino a las redes de los apetitos sensuales y las pasiones desorbitadas, que nos envuelven y nos oprimen con sus mallas aplastantes. Al principio son redes sutiles. Ni siquiera se advierte que son redes. Pero poco a poco se van engrosando hasta estrangular a su víctima y trabar por completo la conciencia y la voluntad.

El que cede a la tentación del engaño, de la mentira, de la falsedad, no se da cuenta de que se está enredando en una red fatal. Así mismo el que comete adulterio no piensa que está metiéndose dentro de una red mortal. Sin embargo, las mallas del pecado no soltarán jamás a ningún infractor de las leyes morales de Dios. Es un conquistado sin refugio alguno.

¿Hay alguna salvedad para el que se hace víctima de una de estas redes? Sí, la hay. Jesucristo puede cortar esas mallas. Lo ha hecho para millones de personas. Busquemos en Cristo nuestra liberación. Él quiere ser nuestro amigo. Él quiere y puede salvarnos.

POR UNA BOLA DE BILLAR


Sin lugar a dudas, fue el peor día de su vida. Ese día Augusto Sánchez, dueño de la sala de billar «Los Ticos» en San José, Costa Rica, tuvo un altercado con un cliente. No logró contenerse cuando éste, en una jugada torpe, le pegó a una de las bolas de billar con tanta fuerza que saltó de la mesa, brincó en el cemento y fue a dar a una alcantarilla donde desapareció.

Luego de expresar enérgicamente su desaprobación, Augusto condujo al cliente al puesto de la guardia civil, que quedaba cerca de la sala de billar. El acusado de extraviar la bola aceptó pagarla en abonos semanales hasta completar el valor total. Ya era casi la medianoche del sábado cuando culminó el incidente.

A pesar de que habían llegado a un acuerdo, Augusto, que tenía cincuenta y cinco años de edad, se empecinó en rescatar la bola. Así que levantó la tapa de la alcantarilla y se metió en ella.

A las dos de la mañana del domingo, la central de radio patrulla recibió la alarma. Hacía dos horas que Augusto había entrado en la alcantarilla, y no había salido. El cabo Eloy Sánchez Guarín, usando una pala, bajó por la alcantarilla en busca de Augusto. Pero el túnel tenía apenas un metro de diámetro y estaba lleno de inmundicias y de agua de albañales que brotaban esporádicamente de los tubos laterales. A duras penas el cabo llegó hasta unos trescientos metros de profundidad y halló en estado agonizante al dueño del billar. Haciendo un gran esfuerzo, poco a poco extrajo del estrecho túnel a Augusto. De allí una ambulancia lo condujo velozmente hacia el hospital San Juan de Dios, pero Augusto Sánchez falleció antes de llegar al hospital.

Lo incomprensible del caso es que ya se había establecido la forma de pago de la bola perdida. Augusto no tenía por qué insistir en recuperarla, ya que con ese dinero podría comprar una nueva. ¡Y no era más que una simple bola de billar! Sin embargo, a fin de salirse con la suya, el determinado hombre corrió el riesgo de perderlo todo por algo que relativamente no valía nada. En su lápida pudo haberse escrito: «He aquí un hombre que le dio menos importancia a su vida que a una simple bola de billar.»

Es posible que nos parezca absurda la conducta de Augusto Sánchez, y sin embargo que se pueda decir lo mismo de nosotros. ¿Acaso no hay muchos que, cada uno a su manera, están corriendo el riesgo de perderlo todo por algo que en realidad no vale nada? Por eso dijo Jesucristo: «¿De qué sirve ganar el mundo entero si se pierde la vida? ¿O qué se puede dar a cambio de la vida?»1

Más vale que sigamos el consejo de Cristo en el Sermón del Monte: que busquemos, ante todo, el reino de Dios y su justicia. De hacerlo así, Él nos promete que las cosas que más nos preocupan nos serán añadidas.2


1 Mt 16:26
2 Mt 6:33

jueves, 24 de diciembre de 2009

PESCA MILAGROSA EN NOCHE BUENA


«Durante lo que para muchos es una época de escasez... en la pesca, Musin Suárez tiene fama de ser pescador sobresaliente...; fui a conocerlo y a enterarme de las razones de su éxito», narra María Benedetti en su obra compuesta de entrevistas con pescadores comerciales de Puerto Rico entre 1991 y 1995, titulada Palabras de pescadores.

»—Hay que pescar todos los días [—le dijo Musin a María—].... En cada puerto ‑en Arecibo, Vega Baja, San Juan, Aguadilla, Mayagüez, Cabo Rojo, La Parguera‑ hay pescadores que sobresalen. Esos pescadores nunca se quejan.... La pesca es lo que más les gusta, y van todos los días. No es como los que dicen: “Yo soy pescador”, y van a pescar una vez a la semana....

»... Para ser pescador, tiene que gustarle. Yo, por ejemplo, vengo de un día de pesca y ya quiero que amanezca para irme bien temprano. ¡Porque me gusta! Si a usted le gusta, va a hacer las cosas bien. Y si hace las cosas bien, ¡va a pescar!...

»—A través de los años que lleva pescando, Musin, ¿ha observado una merma en la pesca? [—preguntó María.]

»—...Para mí es que los corales se han deteriorado por la contaminación [—le respondió Musin—]; [ya] no se ven los que se veían antes....

»... Un vecino mayor, don Ramón Cabán, una vez me contó que venía la Nochebuena y había estado el clima bien malo. No había pejes. No había nada de comer para la Nochebuena. Entonces don Ramón fue a la boca del río a ver si pescaba por lo menos algo para pasar la Nochebuena. Tiró la atarraya, con las ganas que tenía de llorar, y agarró una cantidad de róbalo que no se explica. Porque no había nada en aquellos lares. Fue un milagro que le sucedió para la Nochebuena.

»“Antes, Dios andaba por el mundo”, decía. Eso quiere decir que había mucho pescado....

»—Musin, es un placer y un honor tratar con una persona tan trabajadora, una persona que realiza un trabajo que le apasiona [—lo felicitó María]....

»—Sinceramente le digo [—repuso Musin—], que si hay un médico o un abogado o un ingeniero o un maestro o un barrendero que le guste tanto ser médico o abogado o ingeniero o maestro o barrendero como a mí me gusta ser pescador, ¡esa es una persona feliz!»1

Tiene razón este perito pescador puertorriqueño: Al que le gusta el trabajo que hace, por lo general le va bien. De modo que al que le toca ganarse la vida haciendo algo que no le gusta, más vale que cambie su actitud y le encuentre algo que le guste; o, de lo contrario, que cambie de trabajo y comience a hacer algo que sí le gusta. Ahora bien, en muchos casos lo que más nos agrada es lo que menos contribuye a nuestra prosperidad material; pero a la larga ese sacrificio económico vale la pena, porque el hacer lo que más nos satisface contribuye considerablemente a proteger nuestra salud, y no hay nada en el mundo que sea más valioso que el bienestar físico... a no ser el bienestar espiritual.

A eso se refería el apóstol Juan en una de sus cartas al decirle a un hermano en Cristo: «Oro para que te vaya bien en todos tus asuntos y goces de buena salud, así como prosperas espiritualmente.»2 San Juan sabía que Dios está interesado en nuestra prosperidad en su totalidad, es decir, que desea que prosperemos tanto en lo físico como en lo espiritual. Y ese Dios que hace milagros todavía «anda por el mundo», tanto en la Nochebuena como en los demás días del año, pregonando que hay abundancia de alimento espiritual para todo el que esté dispuesto a pescarlo en el mar de su gracia divina.


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1 María Benedetti, «Cuando se disfruta de la pesca...», Palabras de pescadores: Entrevistas con pescadores comerciales de Puerto Rico 1991‑1995 (Mayagüez: Sea Grant Publicaciones, 1997), pp. 77‑89.
2 3Jn 2

PROTECCION QUE SE CONVIERTE EN DESTRUCCION

Eran las tres de la mañana de un 14 de enero en la ciudad de México. Era la hora en que más gente nace y en que más gente muere. Era también la hora en que más robos se cometen y en que más pavorosos incendios estallan.

A esa hora hubo un incendio en la casa de la familia Hernández. El único en la casa era José Hernández, de doce años de edad. Él dormía solo en un cuarto, pero no pudo escapar. ¿Por qué? Por las rejas de seguridad. José murió de inhalación de humo, agarrado tenazmente a las rejas, que no pudo romper.

Se les llama rejas de seguridad porque suponen impedir la entrada de ladrones. Sólo que en caso de incendio, estas rejas se convierten en trampa. Y esta no es la única manera en que alguien encuentra la muerte al buscar la salvación.

Miguel iba huyendo de un tornado que avanzaba hacia él. Para protegerse se refugió debajo de un gran árbol que él suponía era seguro. Pero el árbol fue arrancado desde las raíces y cayó sobre Miguel, matándolo en el instante.

Raimundo Solís tuvo un accidente a media noche. Abandonando su auto, salió corriendo. Era —pensó él— la única forma de protegerse. Pero en el accidente quedó una niña muerta. Las autoridades, siguiendo la información que suministraban las placas, encontraron a Solís, y lo hicieron pagar su crimen tras las rejas de una cárcel. Lo que él pensó ser protección fue su destrucción.

La esposa de Antonio Becerra, cajero en un banco, estaba muy enferma, y Antonio no tenía lo necesario para pagar la medicina. Antonio no sabía qué hacer. Su fiel compañera languidecía al borde de la muerte.

Finalmente Antonio cedió a la tentación. Alterando cuentas, robó dinero de la caja; pero lo descubrieron. De ahí que perdiera su empleo y su libertad misma.

Nunca puede un mal resultar en un bien. La deshonestidad, sea cual sea la razón, siempre rebota y nos destruye. El emplear medios corruptos, aun para hacer un bien, no es el camino a seguir. Buscar lo bueno haciendo lo malo no sólo anula el bien que buscamos, sino que destruye el elemento de mayor protección que tenemos: nuestra conciencia.

En cambio, si seguimos virtudes divinas, tales como la integridad y la honradez, a la larga venceremos. Porque nadie que obedece las normas de Dios termina destruido. Entreguémosle nuestra vida a Cristo. Sometamos nuestra voluntad a su señorío. Tarde o temprano el bien triunfará sobre el mal.

lunes, 21 de diciembre de 2009

¿HEROES DE NACIMIENTO?


Inmensa y vasta era la majestad de los Alpes. La nieve orlaba los altos picos. El cielo se veía muy azul. Y la cabaña, verdadera cabaña suiza, ofrecía un refugio cálido y acogedor. El hombre y su hijo se prometían tres días de descanso, de recreo y de paz.

Walter Strubb, el padre, abrió una lata de conservas y se dispuso a almorzar con su hijo Paul. Pero algo había en la conserva. Walter sufrió una súbita y fulminante intoxicación. Bajo el peso del dolor inaguantable, cayó al suelo sin sentido. Paul no pudo despertar a su padre del desmayo en que había caído.

Sin ver otra alternativa, Paul descendió montaña abajo hasta la villa, más de diez kilómetros, y dio la noticia del caso. Varios miembros de un equipo de socorro subieron de inmediato a la cabaña y lograron salvar al padre de Paul con la ayuda médica que le prestaron.

Pero lo que hizo Paul fue toda una hazaña. Fue una hazaña porque Paul, debido a una deformación de la espina dorsal, estaba impedido para caminar. Tuvo que bajar arrastrándose entre piedras y nieve para llegar a la villa. Y por si eso fuera poco, Paul sólo tenía siete años de edad.

Dicen que los héroes no nacen, sino que se hacen. La persona más sencilla y humilde, aun la más apocada e insignificante, puede convertirse en héroe cuando las circunstancias lo exigen.

El espíritu heroico no viene de los genes. Lo produce una urgente necesidad, unida a un corazón altruista y compasivo. Bajo circunstancias normales, Paul Strubb no pudiera haber hecho lo que hizo. La urgente necesidad de su padre, junto con el corazón tierno y humanitario del hijo, produjeron el héroe.

¿De dónde saca fuerzas el que, de repente, se ve frente a una emergencia? ¿Será que Dios mismo interviene en tales casos? Hay buenas razones para creer que sí. La fe en Cristo reviste de heroicidad a cualquier persona que clama a Él.

Un joven tímido puede salvar a una persona de un edificio en llamas. Una niñita de cinco años puede, a medianoche, encontrar una ambulancia. Una humilde madre puede comportarse como leona si se trata de defender a sus pequeños. Y un niño impedido, de siete años, puede descender los Alpes en busca de ayuda.

El héroe no nace, sino que se hace. Se hace cuando, en medio de la crisis, busca ayuda divina. El ejemplo magistral fue el de Jesucristo, que soportó la crueldad de la cruz para salvar a la humanidad. Cuando la situación parece imposible, no desmayemos. Clamemos de corazón a Dios. Él nos dará la fuerza necesaria para ser héroes.

HONOR MAL ENTENDIDO


Era la noche del 23 de diciembre de 2005, la víspera de lo que debiera haber sido «Nochebuena» en la aldea de Gago Mandi en la provincia oriental de Punjab en Pakistán. A Rehmat Bibi, esposa del obrero Nazir Ahmed de cuarenta años de edad, la despertó un grito. Al abrir los ojos, vio algo indescriptible: ¡su esposo acababa de taparle la boca a su hija Muqadas, de veinticinco años, y estaba cortándole el cuello con un machete! Acto seguido, Bibi observó horrorizada cómo su esposo mataba del mismo modo a sus otras tres hijas —Bano, de ocho años; Sumaira, de siete; y Humaira, de cuatro— deteniéndose entre matanza y matanza sólo para blandirle el machete a ella, advirtiéndole que no se metiera ni gritara.
«Yo estaba temblando de miedo; no sabía cómo salvar a mis hijas —relató Bibi, posteriormente, entre sollozos—. Le rogué a mi esposo que no las matara, pero él dijo: “¡Si haces el menor ruido, te mato!” Toda esa noche la tuve que pasar frente a los cuerpos de mis hijas.»
Por su parte, Ahmed, que no fue arrestado hasta la mañana siguiente, no mostró ninguna señal de arrepentimiento. Por el contrario, declaró que había comprado un cuchillo de carnicero y un machete después de las oraciones del mediodía ese viernes, y los había escondido en la casa, y que mató a su hijastra Muqadas porque ella había cometido adulterio. En cuanto a sus propias hijas, dijo: «Yo pensé que las niñas harían lo mismo que había hecho su hermana mayor, así que debían ser eliminadas.» Y añadió: «Nosotros somos pobres, y no tenemos nada más que salvar que nuestro honor.»
Para colmo de males, Ahmed manifestó: «Me gustaría tener la oportunidad de eliminar al joven con el que ella se escapó, y prenderle fuego a su casa.»1
Eso sí que a Ahmed le pudo haber resultado difícil o imposible lograrlo, ya que él había creído, sin necesidad de pruebas, la acusación de adulterio de parte del esposo de Muqadas, mientras que los que conocían el caso alegaban que la pobre mujer había huido de su esposo porque él la había maltratado y la había obligado a trabajar en una fábrica haciendo ladrillos. Lo cierto es que el tal adúltero, presunto amante de la víctima, no apareció por ninguna parte.
Muqadas era la hija que le había dado a Bibi su primer esposo, hermano de Ahmed, que había muerto hacía catorce años. Ahmed se había casado con la viuda de su hermano, como se acostumbra en la tradición musulmana.
¡Qué triste que en esa tradición no se siga la enseñanza de San Pedro! Con eso nada más, se hubiera evitado semejante tragedia. Pues el venerado apóstol, luego de decirles a las mujeres que se sometan a sus esposos, les dice a los hombres que sean considerados con sus esposas, tratándolas con honor y con la delicadeza que les hace falta, como coherederas del don de la vida. Y en cuanto a sus relaciones con los demás, les dice que sean compasivos y humildes, y que no devuelvan mal por mal, sino que busquen la paz y la sigan. De lo contrario, será en vano que eleven a Dios sus oraciones.2
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1 «Pakistani slays daughters to salvage “honor”» (Pakistaní mata a hijas para salvar «el honor»), MSNBC World News, 28 diciembre 2005 (Associated Press) En línea 9 marzo 2006.
2 1P 3:1,7 11

martes, 15 de diciembre de 2009

CUANDO CAMINES POR EL FUEGO NO TE QUEMARAS


El fuego comenzó después de la medianoche. Quizá fue accidental. No se sabe. Lo que sí se sabe es que cuando el fuego comienza, en esas montañas cálidas y secas de Malibú cerca de Los Ángeles, California, en pocos minutos se vuelve un infierno. Eddie Bedrosián, de diecisiete años de edad, estaba en su cuarto a las cuatro de la mañana cuando se dio cuenta de la conflagración.

Eddie no pudo menos que alarmarse al ver cómo el fuego devoraba enormes extensiones de terreno cerca de su casa. En la casa estaban sólo él y su abuela, Hazel Bedrosián, de noventa y dos años de edad. Las llamas se acercaban a su casa, y él sabía que algo tenía que hacer.

Tomando una decisión del momento y con fuerza sobrehumana, el muchacho despertó a su abuela, la alzó en sus brazos y la cargó 400 metros, pasando en medio del bosque encendido. Esa era la única salida. Batalló contra la espesa maleza, contra el viento y contra el fuego que los rodeaba.

¿Qué lo sostuvo en esa prueba, dándole fuerzas suficientes para salvar a la anciana y salvarse él? La respuesta que dio Eddie fue: «Fe en Dios».

Hay momentos en la vida cuando no hay lugar para discusiones teológicas, ni filosofías humanas ni debates ideológicos. Momentos como ese son momentos para clamar al Dios Todopoderoso. Son momentos para gritar una oración desde el fondo ardiente de nuestro ser: «Señor, ¡sálvame!» Así gritó Eddie Bedrosián, y así grito su abuela Hazel. Y Dios los salvó.

En el libro del profeta Isaías, Dios promete: «Cuando cruces las aguas, yo estaré contigo; cuando cruces los ríos, no te cubrirán sus aguas; cuando camines por el fuego, no te quemarás ni te abrasarán las llamas» (Isaías 43:2). Fueron pasajes como este, conocidos por Eddie y su abuela, que los sustentó y les infudió fe. Lo cierto es que el caso fue el asombro de los siete mil bomberos de Los Ángeles, California, que apenas pudieron contener las llamas.

Nadie tiene asegurada la vida física. Ya sea por un incendio, o un terremoto, o una inundación o una enfermedad, nadie tiene asegurada su vida física. Lo que sí podemos tener asegurado es nuestro estado espiritual eterno. Podemos saber, aun aquí en esta dimensión humana, que hay un cielo que nos espera, porque Cristo dio su vida por nosotros.

Vivamos cerca de Cristo. Mantengamos una relación continua con Él. Lo físico va de paso. Aseguremos nuestro lugar eterno al lado de nuestro Señor.

lunes, 14 de diciembre de 2009

ESA NO ES LA SOLUCION


El guardia de turno tomó la bandeja con el almuerzo. Era, por cierto, un buen almuerzo argentino: sopa, bife, pan francés, ensalada y fruta. Con la bandeja en las manos, caminó a lo largo del pasillo de celdas. La comida era para el sargento Alberto Caeta, de cuarenta años de edad, que a pesar de ser policía, estaba detenido.

Aun antes de llegar, como que ya presentía algo. Cuando el guardia abrió la puerta de la celda, sólo vio los pies de Caeta. El sargento, arrestado bajo sospecha del secuestro y asesinato de dos eminentes hombres de negocios, se había suicidado.

El guardia miró un rato el cuerpo colgante del excompañero. No podía creer lo que veía. Sólo podía decir: «¡Esa no es ninguna solución, sargento!» Sencillo el hecho, pero desgraciadamente muy real.

El suicidio nunca es solución. Alberto Caeta, sargento de policía en Buenos Aires, Argentina, estaba implicado en el secuestro y la muerte de Osvaldo Sivak y de Benjamín Neuman. Abrumado por haber sido implicado en el asunto, y queriendo escapar a las sanciones de la ley, se ahorcó en su celda.

Esa no fue ninguna solución a su problema. Tal vez escapó a las sanciones de la justicia. Tal vez evitó todos los procedimientos del juicio. Quizá se libró de los interrogatorios, los careos y las demás contingencias del caso. Pero no escapó, no podía escapar, al tribunal de Dios.

El suicidio nunca mejora ni soluciona nada; al contrario, es una confesión de fracaso. Es el último acto de una vida sin fe, y es —cree el suicida— la única salida a un problema que no ha podido resolver. Pero cuando el suicida abandona este mundo, enfrenta de inmediato la justicia de Dios.

A cada uno Dios nos ha dado un número determinado de años de vida. El resuello dentro de nuestro pecho obedece al designio directo de Dios. Y aunque, haciendo uso de nuestra voluntad, podemos interferir en los propósitos de Dios, con eso aseguramos nuestra propia destrucción, tanto la temporal como la eterna.

Antes que pensar en el suicidio, pensemos en Dios. Busquemos a Cristo. Sólo Él tiene el poder para rectificar y resolver el problema que nos agobia y nos parece insoluble.

Cristo está al lado de todos los que estemos soportando una pesada carga. Él quiere quitárnosla de encima. Entreguémosle esa carga. Él la llevará.

domingo, 13 de diciembre de 2009

¡Qué imponente se veía él en el horizonte! Desde su envidiable posición en el cielo, divisó el herm

oso cuerpo de una mujer. Como se le antojó hacerlo, dejó que cayera una gota de agua sobre

aquel cuerpo femenino, y se alejó flotando en busca de otras aventuras.

Pasaron nueve meses, y la mujer dio a luz mellizos. Éstos no le ofrecieron mayor problema hasta que

crecieron y le preguntaron quién era su padre.

— Mañana por la mañana —les dijo ella—, miren hacia el oriente. Allá lo verán, erguido en el cielo como u

na torre.

Una vez que creyeron haberlo reconocido en la distancia, los mellizos atravesaron tierra y cielo hasta llegar al lugar donde se encontraba. Pero él, acostumbrado a tales peregrinaciones, les exigió pruebas de que eran hijos suyos. Uno de ellos lanzó a la tierra un relámpago, y el otro un trueno, pero no lograron convencerlo hasta que atravesaron una inundación y salieron intactos. Eso era para él prueba concluyente de su paternidad, así que les hizo un lugar a su lado, acomodándolos entre sus numerosos hermanos y sobrinos.1 Y a partir de ese día Nube permitió que los mellizos lo llamaran papá.

Con esa leyenda indígena del Nuevo Mundo se identificaban plenamente los conquistadores españoles que lo descubrieron. ¡Quién sabe cuántos hijos ilegítimos habrán dejado abandonados ellos en las muchas tierras a las que su sed de aventura los había llevado! Esos hijos también crecerían, y llegarían a saber que eran los primeros niños mestizos abandonados de América.

Sobra decir que sus egoístas padres españoles debieron haberlos criado y cristianizado, sobre todo si se tiene en cuenta que ésa era una de las razones más contundentes que daban para justificar la Conquista. De haber sido así, a esos niños se les pudiera haber instruido en cuanto a lo que la Biblia dice acerca del Creador. «Dios hizo la tierra con su poder, afirmó el mundo con su sabiduría, ¡extendió los cielos con su inteligencia! —exclama el profeta Jeremías—. Cuando él deja oír su voz, rugen las aguas en los cielos; hace que vengan las nubes desde los confines de la tierra.»2

De haber conocido ese pasaje bíblico, cualquiera de aquellos niños abandonados hubiera anhelado que Dios tratara a los padres de familia con el mismo rigor con que trata el firmamento, es decir, que los obligara a ser hombres responsables, caballeros de honor, con entereza de carácter. Pero, de haber conocido el resto de las Sagradas Escrituras, esos niños desamparados habrían sabido que, si bien Dios jamás nos obliga a que nos portemos como es debido, Él ha hecho lo máximo por acercarse a nosotros. Por eso el nombre con que se dio a conocer cuando vino al mundo para salvarnos es Emanuel, que quiere decir: «Dios con nosotros».3 Y por eso, como última medida antes de volver al cielo, prometió estar con nosotros siempre, ¡hasta el fin del mundo!4


1Eduardo Galeano, Memoria del fuego I: Los nacimientos, 18a ed. (Madrid: Siglo XXI Editores, 1991), p. 6.
2Jer 10:11-13
3Mt 1:23
4Mt 28:20

sábado, 12 de diciembre de 2009

INSTRUYE AL NIÑO EN SU CAMINO



















El doctor Arun Gandhi, nieto de Mahatma Gandhi y fundador del Instituto para la no violencia M. K. Gandhi, contó el siguiente relato acerca de la crianza de niños en un discurso que dio en la Universidad de Puerto Rico el 9 de junio del año 2000:

«Tenía yo dieciséis años y vivía con mis padres en el instituto que mi abuelo había fundado a veintinueve kilómetros de Durban, Sudáfrica, en medio de las plantaciones de caña de azúcar. Vivíamos campo adentro y no teníamos vecinos, así que mis dos hermanas y yo siempre aguardábamos con ansias los viajes a la ciudad para ver a amigos o ir al cine. Un día mi padre me pidió que lo llevara en auto a la ciudad donde asistiría todo el día a una conferencia, y me alegré de que se presentara la oportunidad.

»Como iba yo a la ciudad, mi madre me dio una lista de artículos para comprar en el supermercado y, como me iba a encontrar allí todo el día, mi padre me pidió que hiciera unas diligencias, entre ellas llevar el automóvil a un taller para que le cambiaran el aceite. Cuando dejé a mi padre esa mañana en el lugar de la conferencia, él me dijo: “Recógeme aquí a las cinco de la tarde, y regresaremos juntos a casa.”

»Cumplí con los encargos a la carrera, y fui de inmediato al cine más cercano. Estaba tan absorto con la doble función de cine de John Wayne que se me olvidó prestarle atención al reloj. Ya eran las cinco y media cuando me acordé. Corrí al taller para recoger el auto y lo conduje apresuradamente al lugar acordado para recogerlo a él, pero ya eran casi las seis cuando llegué.

»“¿Por qué llegaste tarde?”, me preguntó preocupado. Me dio tanta vergüenza decirle que estaba viendo una película del Oeste de John Wayne, que le respondí: “El auto no estaba listo, así que tuve que esperar,” sin saber que él ya había llamado al taller.

»Cuando me pescó en la mentira, me dijo: “De seguro me equivoqué en algo al criarte, ya que de lo contrario habrías tenido la confianza para decirme la verdad. Ahora, a fin de darme cuenta en qué me equivoqué, voy a caminar a casa los veintinueve kilómetros y voy a pensarlo.”

»Así, vestido con traje y zapatos de salir, comenzó la larga caminata a la casa, por calles no pavimentadas y oscuras. Yo no podía dejarlo solo, así que durante cinco horas y media lo seguí en el auto, viendo a mi padre sufrir ese dolor por causa de la mentira insensata que yo le había dicho. En ese momento decidí que jamás volvería a mentir.

»De vez en cuando pienso en aquel episodio y me pregunto qué habría pasado si mi padre me hubiera castigado del modo en que los demás castigamos a nuestros hijos. ¿Habría yo aprendido alguna lección? Creo que no. Sin duda habría soportado el castigo y habría seguido haciendo lo mismo. Pero ese acto sencillo [de mi padre]... fue tan elocuente que lo recuerdo como si hubiera sucedido ayer.»1

Frente a este extraordinario relato del doctor Gandhi, no nos queda más que citar lo que dice al respecto el sabio Salomón: «Instruye al niño en el camino correcto, y aun en su vejez no lo abandonará.»2


1Jamie Liptan, ed., «Entre Bambalinas», World Tribune Express, No. 70, 23 de junio de 2000, .
2Pr 22:6

miércoles, 9 de diciembre de 2009

¿FIN DE UN ROMANCE?


Era el viaje de bodas. Viaje inolvidable. Viaje que coronaría un largo romance amoroso y daría principio a otro. Fue así como Juan Miguel y su nueva esposa Francisca, los dos de Lisboa, Portugal, comenzaron felices el viaje manejando un nuevo auto. Él tenía setenta y siete años de edad; ella, setenta y cuatro.

Para ambos era el segundo matrimonio. Los dos habían quedado viudos, y empezaban ahora el viaje llenos de esperanzas, de proyectos, de alegría y de felicidad. Pero no todo en la vida sale bien, y un choque en la carretera le puso fin al viaje. Francisca murió en el acto; Juan, tres días después.

El caso conmovió a muchos. En la septuagésima década de su vida, Juan y Francisca se conocieron, se hablaron y se enamoraron. Entre los dos tenían seis hijos y dieciocho nietos. Toda la familia y todos los amigos les auguraban muchísima felicidad y veinte años más de matrimonio feliz. Nadie esperaba un fin del romance tan cercano y tan trágico.

Sin embargo, ¿fue este necesariamente un trágico «fin de un romance», como lo calificaron los diarios? Todo depende del modo en que se ve.

Trágico es el caso del matrimonio que, después de una gran fiesta de bodas y de una maravillosa luna de miel, el marido comienza a fijarse en otras muchachas y termina cometiendo adulterio.

Trágico es también el caso del matrimonio que por desavenencias tontas, por diferencias intrascendentes, por orgullo, por rebelión, por dureza de corazón, por cualquier razón que sea, los dos deciden separarse y destruir lo que Dios quiso que fuera bello y eterno.

Y trágico es no tomar en cuenta valores espirituales, no someterse, uno y otro, a las normas dictadas en la Palabra de Dios, y no tener ninguna relación con el Autor de la vida. Eso sí es trágico, porque sin Dios como Huésped invisible del hogar, esa unión perderá su solidaridad al poco tiempo de iniciada.

En cambio, si ambos novios creen fielmente en Dios y se someten al señorío de Jesucristo, entregándole las riendas de su vida, entonces asegurarán felicidad eterna, y su unión con Cristo no habrá de terminarse nunca.

Pongamos, pues, nuestro matrimonio en las manos de Dios. No tratemos, por cuenta propia, de embarcarnos en el mar de la vida matrimonial. Sin Cristo al mando de nuestro matrimonio, no tendremos seguridad. Él nos ayudará a comprendernos el uno al otro y a determinar a llegar unidos al fin de nuestros días.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Por No Haber Vendido La Leche

(25 de noviembre: Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra la Mujer)

«El marido le había pegado. Por la única habitación del bohío, caliente como horno, la persiguió, tirándola de los cabellos y machacándole la cabeza a puñetazos.

»—... ¡Te voy a matar..., desvergonzada!...

»El niño se agarraba a las piernas de su papá; no sabía hablar aun y pretendía evitarlo. Él veía a la mujer sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente deseos de llorar, de gritar mucho. De seguro mamá moriría si seguía sangrando.

»Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como él se lo mandara; al volver de las lomas, cuatro días después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado la leche; la verdad es que la bebió el niño. [Ella] prefirió no tener unas monedas a que la criatura sufriera hambre tanto tiempo.

»[Él] le dijo después que se marchara.

»—¡Te mataré si vuelves a esta casa!

»La mujer estaba tirada en el piso de tierra; sangraba mucho y nada oía. Chepe, frenético, la arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí, como muerta....

»[Pasaba por allí un extraño que] tenía agua para dos días más de camino, pero casi toda la gastó en rociar la frente de la mujer. La llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada para limpiarla de sangre.

»Chepe entró por el patio.

»—¡Te dije que no quería verte más aquí, condenada!

»Parece que no había visto al extraño....

»[Éste] le llamó la atención; pero [Chepe], medio loco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba a pegarle ya. Entonces fue cuando se entabló la lucha entre los dos hombres.

»El niño pequeñín, pequeñín, comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su mamá.

»La lucha era silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos del muchacho y las pisadas violentas.

»La mujer vio cómo [el extraño] ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados en el pescuezo de su marido. [Chepe] comenzó por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre al rostro.

»Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra como lava, rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó. Sonó seco el golpe. [El extraño] soltó el pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después abrió los brazos con amplitud y cayó de espaldas....

»La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante....

»La mujer... [salió corriendo]....»1

Este trágico relato procede de la pluma del autor y ex presidente dominicano Juan Bosch. Es el primero de sus Cuentos escritos antes del exilio. ¡Qué triste que aún en el siglo veintiuno haya tantas personas como Chepe que, al escuchar o leer cuentos como este, se identifiquen con él! A puerta cerrada, maltratan físicamente a su pareja, conscientes de que casos como el suyo no se limitan al campo ni a personas iletradas sino que incluyen las grandes metrópolis y a los privilegiados.

Determinemos todos que, en lo que nos queda por vivir, jamás maltrataremos a nuestra pareja, sino que la amaremos y la cuidaremos como a nuestro propio cuerpo, tal como nos aconseja San Pablo,2 no sea que la induzcamos a matar a cualquiera que se interponga... o a querer matarnos a nosotros mismos.


1Juan Bosch, «La mujer», Cuentos escritos antes del exilio (Santo Domingo: Edición Especial, 1974), pp. 11‑13; y Juan Bosch, «La mujer», Cuentos selectos(Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1993), pp. 39-41.
2Ef 5:25‑33

viernes, 20 de noviembre de 2009

Rogamos por los Niños

(Día Internacional de los Niños)

Rogamos por los niños
que lo embarran todo de chocolate,
que quieren que se les haga cosquillas,
que chapotean en los charcos y salpican y se manchan los pantalones,
que comen helado a escondidas antes de la cena,
que borran hasta el papel en sus problemas de aritmética,
que nunca encuentran sus zapatos.

Y rogamos por los
que se quedan mirando a los fotógrafos detrás de las cercas de alambre,
que nunca han jugado en una cancha con unos tenis nuevos,
que oyen a otros niños cantar: «Los pollitos dicen: “Pío,
pío, pío”»,
y se identifican con los pollitos que tienen hambre y tienen frío;
que nacen en lugares donde nadie debiera ni morir;
que nunca van al circo,
que viven en un mundo adecuado sólo para adultos.

Rogamos por los niños
que nos dan besos pegajosos y puñados de flores silvestres,
que duermen con el perro y entierran a los pececitos cuando mueren,
que nos abrazan de prisa y pierden el dinero que les damos,
que se ponen curas innecesarias y cantan desafinados,
que dejan rastros de la pasta dental en todo el lavamanos,
que hacen ruido al tomarse la sopa.

Y rogamos por los
que nunca disfrutan de un postre,
que ven cómo sus padres los ven a ellos morirse,
que no tienen ni frazada para taparse,
que no encuentran pan para robar,
que no tienen cuartos que arreglar,
cuyas fotos no aparecen en los tocadores de nadie
y cuyos monstruos son de verdad.

Rogamos por los niños
que gastan en un solo día
lo que les dan sus padres para la merienda de la semana,
que dan berrinches en el supermercado
y sólo comen lo que se les antoja,
que piden que se les cuenten historias de fantasmas,
que esconden su ropa sucia debajo de la cama
y nunca lavan la tina del baño,
que reciben visitas del ratoncito Pérez,
que detestan que se les bese frente a sus amigos,
que están inquietos en la iglesia
y gritan al hablar por teléfono,
cuyas lágrimas algunas veces nos hacen reír
y cuyas sonrisas otras veces nos hacen llorar.

Y rogamos por los
que tienen pesadillas de día y no sólo de noche,
que comen cualquier cosa,
que nunca han sido atendidos por un dentista,
que no son los niños mimados de nadie,
que se acuestan con hambre y lloran hasta dormirse,
que viven y se mueven, pero que es como si no existieran.

Rogamos por los niños
que quieren que alguien los cargue,
y por los que necesitan ser cargados;
por aquellos en quienes nunca perdemos la esperanza,
y por los que no tienen nada que esperar
ni a nadie que los espere;
por los que colmamos de atenciones,
y por los que se aferran a cualquiera que les tienda la mano.1

Esta conmovedora plegaria al Todopoderoso, escrita originalmente en inglés por Ina Hughes, nos recuerda el refrán que dice: «Quien a los niños no amó, no diga que quiere a Dios.»2 Porque cada niño que nace lleva estampada en el rostro la imagen de su divino Creador.3 Y el que no ama a los niños ni siquiera conoce a Dios, porque Dios es amor.4 Más vale que no sólo roguemos sino que actuemos en favor de los niños necesitados de nuestro mundo. Todo lo que hacemos por ellos, lo hacemos por Dios mismo.5


1Ina J. Hughes, A Prayer for Children (New York: William Morrow and Company, 1995), pps. xiv-xv.
2Refranero general ideológico español, compilado por Luis Martínez Kleiser (Madrid: Editorial Hernando, 1989), p. 520.
3Gn 1:26-27; 9:6; Stg 3:9
41Jn 4:8
5Mt 25:40

lunes, 16 de noviembre de 2009

Principio de Arquimedes

Hierón, rey de Siracusa, temía que su orfebre lo hubiera engañado. El monarca le había encargado al artesano la confección de una corona de oro puro, pero sospechaba que había mezcla do una porción de metal inferior, tal como la plata. Para salir de la duda, encargó al gran matemático e inventor griego Arquímedes que buscara la manera de averiguar si su sospecha tenía algún fundamento. Pero la corona no debía sufrir cambio alguno. No debía alterarse. Arquímedes, considerado uno de los hombres más sabios de la época, pasó muchos días pensando cómo satisfacer los deseos del rey.

Un día, al meterse en la tina del baño notó que, al sumergirse en el agua, su cuerpo no pesaba tanto como antes y sus piernas se levantaban con gran facilidad. Su ingenio le hizo deducir de este acto tan común y corriente un principio fundamental de la hidrostática, que estudia el equilibrio de los líquidos. Según esta ley de la física, todo cuerpo parcial o totalmente sumergido en un fluido inmóvil, ya sea gas o líquido, experimenta un empuje hacia arriba igual al peso del fluido desalojado por el cuerpo. Aplicando este principio, Arquímedes dedujo que, si pesaba la corona en agua, podría determinar la proporción de metales que contenía. De ahí que hoy esa ley del peso específico de los cuerpos que descubrió el gran matemático se conozca universalmente como el principio de Arquímedes.

Según la Enciclopedia Británica, es probable que sea verídica la versión de la historia que dice que Arquímedes determinó así la proporción de oro y de plata en la corona, pero no es más que una exageración popular la versión que dice que, acto seguido, saltó de la tina, salió de la casa y corrió desnudo por las calles de la ciudad gritando: «¡Eureka! ¡Eureka! ¡Lo he hallado! ¡Lo he hallado!»

Así como Arquímedes descubrió el principio natural que lleva su nombre y se valió de ese principio para descubrir el engaño del orfebre, también Dios, el Rey del universo que creó a Arquímedes y a toda la raza humana a su imagen y semejanza, se vale de un principio espiritual para que se descubra el engaño pecaminoso en cualquiera de nosotros. Según ese principio, podemos estar seguros de que nuestro pecado nos descubrirá.1 El peso de ese pecado es tal que, al igual que el peso de la corona del rey Hierón, a la postre nos descubre.

Dios ha dispuesto que nos descubran las consecuencias naturales del pecado, y nos ha dado a entender que la paga de ese pecado es muerte. Pero como Rey nuestro que es, Él está dispuesto a perdonarnos y a darnos vida eterna por los méritos de su Hijo Jesucristo,2 que pagó el precio de nuestras faltas al morir en nuestro lugar. En lugar de sufrir las consecuencias de nuestro pecado, pidámosle perdón a Dios y aceptemos hoy mismo su oferta de vida eterna.


1Nm 32:23
2Ro 6:23

domingo, 15 de noviembre de 2009

Nieve, Viento y Sol

Un blanco manto se extendía por todos lados. Era la primera nevada otoñal en Noruega, y la nación entera estaba cubierta del blanco armiño.

Tres niños jugaban en la nieve: la pequeña Silje Redegaard, de cinco años de edad, y dos amiguitos de ella, uno de cinco años y otro de seis.

De pronto, en un sorpresivo estallido de violencia, los dos niños comenzaron a pegarle con palos a Silje Redegaard, hasta que quedó inconsciente. Poco tiempo después murió, congelada. Los dos homicidas pudieron explicar lo que pasó. Lo maravilloso, lo increíble, lo inesperado fue la reacción de la madre de Silje, Beathe Redegaard, pues dijo: «Yo perdono a estos niños. Ellos no sabían lo que hacían.»

Aquel trágico suceso sacudió a toda Noruega, un país excepcionalmente culto, pacífico y ordenado. Nadie hubiera esperado que dos niños tan pequeños tuvieran tal ataque de furia. En la blanca nieve del otoño, sopló, de golpe, el viento de la violencia. Pero luego hubo, también, un rayo de sol: el perdón de la madre de la niña muerta.

La nieve, el viento y el sol pueden emplearse como símbolos del drama universal humano. La nieve es fría, inmóvil, silenciosa. Representa, en toda su indiferencia y frialdad, la muerte. El viento, que a veces se vuelve torbellino al soplar con furia descontrolada, representa la violencia. Y el sol, cálido y bueno, representa la acción perdonadora y salvadora de Dios. Por eso a Cristo se le llama en la Biblia «el sol de justicia» (Malaquías 4:2).

Toda acción ofensiva de los hombres —toda injusticia, todo despotismo, todo pecado— trae aparejada la muerte. «La paga del pecado es muerte» (Romanos 6:23a) es la sentencia inapelable de Dios. Y hay que reconocer que vientos de violencia soplan furiosos por todas la comarcas del mundo.

Sin embargo, hay un Sol de justicia que nos ofrece perdón, tal como se lo ofreció Beathe Redegaard a los dos niños asesinos de su hijita. Puede haber en la humanidad mucha violencia, mucha maldad y mucho pecado, pero por encima de todo hay un inmenso manto de perdón.

Fue San Pablo quien dijo que «la paga del pecado es muerte». Pero añadió que «la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Romanos 6:23b). El sacrificio de Cristo al morir en la cruz basta para limpiar todos nuestros pecados.

Si le pedimos perdón a Dios, no importa cuáles ni cuántos han sido nuestros pecados, con tal que nos arrepintamos sincera y profundamente. Cristo desea ser nuestro Salvador.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Una Unión Perfecta

El día martes se dieron el «sí». Intercambiaron votos y promesas nupciales, intercambiaron anillos y se unieron para siempre en matrimonio: un matrimonio que ellos sabían duraría hasta que la muerte los separara. Sus corazones estaban unidos, sus voluntades fundidas en una sola, sus almas una misma.

Un día después, el miércoles, Victoria Ingram, de treinta y ocho años de edad, donó uno de sus riñones a su nuevo esposo Randall Curlee, un diabético de cuarenta y seis años. No sólo sabían compartir corazones sino también órganos internos.

El doctor Roberto Méndez, de San Diego, California, realizó el trasplante. Fue muy interesante el comentario del cirujano. «Victoria —dijo él— es la persona más desinteresada que conozco. ¡Es increíble!»

He aquí un matrimonio que da el ejemplo. Comparten absolutamente todo en la vida: su corazón, su voluntad, su alma, su destino, su casa, sus haberes, su cuenta bancaria y todos los gastos conjuntos del matrimonio. Encima de todo eso, ahora habían de compartir un riñón. ¡Unión perfecta!

Ese matrimonio se había formalizado para durar toda la vida. No se habían casado por uno o dos años nada más sino tal como Dios lo estableció desde el principio: para siempre. Y siempre quiere decir, sin excepción alguna, siempre.

Hay quienes alegan que una solución es el divorcio. Pero si acaso es una solución, es también una mutilación. Es más, cuando un brazo o una pierna se gangrenan y hay que recurrir a la amputación, siempre es, como quiera, una mutilación.

Ningún matrimonio debe llegar al naufragio. Y un divorcio es un naufragio en que todos pierden: se pierde el matrimonio, se pierden los hijos, se pierde el hogar, se pierde la familia, se pierde la sociedad. Nadie gana en un divorcio.

¿Se puede evitar un divorcio inminente? Claro que sí. Se evita cultivando aquellos valores que enriquecen el matrimonio: el amor, sobre todas las cosas, después la simpatía, el compañerismo, la honra y la ayuda mutuas, la comprensión, la comunicación, y el perdón siempre listo a pedirse y a darse.

Por encima de todo, si el matrimonio ha de ser feliz y duradero, es imprescindible que los cónyuges tengan los mismos valores espirituales. Cuando marido y esposa se entregan de corazón a Jesucristo y lo hacen el Señor de su vida, de su matrimonio y de su hogar, lo único que los podrá separar es la muerte.

Rindámosle nuestra vida a Cristo, y veremos que Él se encargará de que nuestro matrimonio sea una unión perfecta.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Una Misma Sangre

Habían nacido juntos, y juntos se habían criado. Habían compartido los mismos alimentos, la misma ropa, la misma cama, los mismos juguetes. Marco y Roberto Solisa, de São Pablo, Brasil, eran hermanos siameses. Habían nacido unidos por la cadera, y nunca habían sido separados.

Sin embargo, había algo que no tenían en común: el carácter. Roberto era pacífico y comprensivo; Marco era violento e impulsivo. Un día, cuando ya tenían veinticuatro años de edad, Marco, en un rapto de ira, mató a su hermano de un tiro; pero la muerte del uno fue la muerte del otro. Los dos compartían la misma sangre.

Desde los días de Caín y Abel, los primeros hermanos que registra la historia sagrada, hay historias de hermanos que matan a hermanos. Esta historia bíblica se ha repetido millones de veces a lo largo de los siglos y alrededor del mundo. Hermanos matan a hermanos, a veces hermanos de sangre, a veces hermanos de raza, a veces hermanos de nacionalidad, hermanos de cultura.

El mundo presenció en Ruanda la muerte de un millón de personas a manos de sus propios hermanos. Igual ha ocurrido en Irlanda del Norte, en Somalia, en Serbia, en Bosnia, en Herzegovina y en muchas otras partes del mundo. Hermanos, en arrebatos de ira, matan a hermanos. Y ¿cuál es el resultado? El mismo de los hermanos Solisa: la muerte de unos trae consigo la muerte de los otros.

¿Habrá solución para tanto odio fratricida? Yo tengo una fotografía que mantiene vivo en mí el recuerdo de dos individuos que conocí en El Salvador. Uno había sido un comunista fanático; el otro había tenido que ver con el llamado «escuadrón de la muerte». Sus posiciones ideológicas los habían hecho enemigos a muerte, pero ahí quedaron en la foto, uno a cada lado mío. ¿Y qué representaban? Juntos dirigían el grupo de oración de su iglesia. ¡Increíble pero cierto!

¿Por qué traigo esto a cuentas? Porque este fue el resultado de una obra espiritual en el corazón de cada uno de ellos. Cuando Cristo entró a su vida, algo ocurrió. El odio se transformó en amor, y los dos, que en un tiempo fueron enemigos a muerte, llegaron a ser un modelo de amor fraternal.

Cristo es la solución. Él nos amó tanto que, para llamarnos hermanos, se hizo hombre igual a nosotros. Al morir en la cruz, pagó la deuda de nuestra culpa. Si creemos en Cristo y lo recibimos como Señor y Salvador, nos libramos del odio fratricida y comenzamos una vida nueva. Él dijo: «Así como yo los he amado, también ustedes deben amarse los unos a los otros» (Juan 13:34).

jueves, 12 de noviembre de 2009

Invasión letal de Moscas

Era una plaga de moscas. Moscas grandes, verdes, zumbonas, molestas. Moscas que por millones se posaban sobre los alimentos en la mesa, sobre los vasos de agua, sobre los cabellos de las mujeres y en la cara de los niños. Eran moscas feas, antipáticas, peligrosas, detestables.

Aquella plaga que atormentó a cien mil habitantes de la ciudad de Paita, Perú, comenzó en los montones de desperdicios de pescado que los pescadores abandonaban negligentemente en la playa. De toda esa podredumbre salieron las moscas.

Esa plaga de moscas que cayó sobre Paita se parece a la plaga bíblica que, al golpe de la vara de Moisés, cayó sobre el Egipto de Faraón. Así dice la Biblia: «Y vino toda clase de moscas molestísimas sobre la casa de Faraón, sobre las casas de sus siervos, y sobre todo el país de Egipto; y la tierra fue corrompida a causa de ellas» (Éxodo 8:24).

Si hay un insecto en el mundo que es detestable, antipático y peligroso, es la mosca. Rara es la región del mundo donde esta eterna compañera del hombre no se vea. Todo lo que toca, todo lo que prueba, todo lo que ensucia, lo contamina.

La mosca es símbolo del pecado pequeño, que por multiplicarse geométricamente, termina contaminando, enfermando y matando. Así dice también la divina sabiduría: «Las moscas muertas apestan y echan a perder el perfume. Pesa más una pequeña necedad que la sabiduría y la honra juntas» (Eclesiastés 10:1).

Si las moscas estropean todo lo que tocan —el agua, la leche, el pan, la sopa, la comida, todo—, entonces las pequeñas infracciones, los pequeños pecados, esos que a veces sólo llamamos debilidades, van estropeando, contaminando y corrompiendo el alma.

Si bien las moscas transmiten enfermedades mortales, las «pequeñas necedades», como acertadamente las llama la Biblia, transmiten la enfermedad más mortal de todas, porque es la enfermedad espiritual la que produce muerte eterna.

¡Cuán necesario es desinfectar el alma, la mente y el corazón con la lectura del libro de Dios —la Santa Biblia— y con la comunión permanente con su Hijo Jesucristo, el Salvador del mundo, mediante la oración!

miércoles, 11 de noviembre de 2009

PAQUITO

(Víspera del Día Internacional de los Niños)

Cubierto de jiras,
al ábrego hirsutas
al par que las mechas
crecidas y rubias,
el pobre chiquillo
se postra en la tumba;
y en voz de sollozos
revienta y murmura:
«Mamá, soy Paquito;
no haré travesuras.»

Y un cielo impasible
despliega su curva.

«¡Qué bien que me acuerdo!
La tarde de lluvia;
las velas grandotas
que olían a curas;
y tú en aquel catre
tan tiesa, tan muda,
tan fría, tan seria,
y así tan rechula.
Mamá, soy Paquito;
no haré travesuras.»

Y un cielo impasible
despliega su curva.

«Buscando comida,
revuelvo basura.
Si pido limosna,
la gente me insulta,
me agarra la oreja,
me dice granuja,
y escapo con miedo
de que haya denuncia.
Mamá, soy Paquito;
no haré travesuras.»

Y un cielo impasible
despliega su curva.

«Los otros muchachos
se ríen, se burlan,
se meten conmigo,
y a poco me acusan
de pleito al gendarme
que viene a la bulla;
y todo, porque ando
con tiras y sucias.
Mamá, soy Paquito;
no haré travesuras.»

Y un cielo impasible
despliega su curva.

«Me acuesto en rincones
solito y a oscuras.
De noche, ya sabes,
los ruidos me asustan.
Los perros divisan
espantos y aúllan.
Las ratas me muerden,
las piedras me punzan...
Mamá, soy Paquito;
no haré travesuras.»

Y un cielo impasible
despliega su curva.

«Papá no me quiere.
Está donde juzga
y riñe a los hombres
que tienen la culpa.
Si voy a buscarlo,
él bota la pluma,
se pone furioso,
me ofrece una tunda.
Mamá, soy Paquito;
no haré travesuras.»

Y un cielo impasible
despliega su curva.1

A este conmovedor poema, que ha formado parte del repertorio de declamadores y festejos de las escuelas primarias2 desde que se publicó a comienzos del siglo veinte, el excelso poeta veracruzano Salvador Díaz Mirón simplemente le puso por título «Paquito». Es uno de los cuarenta poemas de los que se compone la obra titulada Lascas, a la que el profesor Manuel Sol califica como «estéticamente uno de los libros más originales en lengua española».3

Con sólo escuchar los versos de «Paquito», vemos por qué el Premio Nobel mexicano Octavio Paz dijo de su paisano: «La poesía de Díaz Mirón posee la dulzura y el esplendor del diamante, un diamante al que no faltan, sino le sobran, luces.»4 Si extendemos la metáfora de Octavio Paz, vemos que el poema «Paquito» en particular es además un diamante al que le sobra agudeza, pues es cortante de un modo parecido a la palabra de Dios, que «penetra hasta lo más profundo del alma y del espíritu, hasta la médula de los huesos».5

¡Cómo nos parte el alma la trágica figura de Paquito! Su desgraciado padre, tan indiferente e imperturbable como el cielo impasible, es incapaz de sentir el dolor del hijo al que ha abandonado a un destino de miseria no sólo física sino también emocional, ya que ese hijo hasta se siente culpable de la muerte prematura de su querida madre. Pero gracias a Dios, su Hijo Jesucristo comprende a todos los Paquitos del mundo. Habiendo sufrido, como ellos, el abandono de parte de los suyos,6 Cristo les muestra compasión ofreciéndoles ayuda en el momento que más la necesitan. Basta con que se la pidan para que la reciban.7


1Salvador Díaz Mirón, Poesía Completa, Recopilación, introducción, bibliografía y notas de Manuel Sol (México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, Letras Mexicanas, 1997), pp. 456-58.
2Germán Martínez Aceves, «Al rescate de la alta poesía de Salvador Díaz Mirón», Universo, 20 febrero 2006, Veracruz, México En línea 18 junio 2008.
3Díaz Mirón, Poesía Completa, pp. 116-17.
4Octavio Paz, Introducción a la historia de la poesía mexicana, citado en Díaz Mirón, Poesía Completa, p. 7.
5Heb 4:12
6Mt 26:31‑33,56; 27:46; Mr 14:27‑29,50; 15:34
7Heb 4:14-16

martes, 10 de noviembre de 2009

Ni Arrepentimiento Ni Remordimiento

Lentas, solemnes, llenas de unción religiosa, se elevaron las bellas notas del Avemaría. La inmortal melodía de Franz Schubert, bien cantada, brotaba de los labios de Robert Solimine, joven de diecisiete años de edad.

Con los ojos cerrados, aquel joven elevaba su alma a Dios cuando, de repente, la melodía se interrumpió. Una cuerda delgada pero fuerte detuvo el canto. Con esa cuerda James Wanger, otro joven de diecinueve años de edad, estranguló a Robert, extinguiendo su voz junto con el Avemaría. Y sólo porque no podía soportar la oración de Solimine.

He aquí un caso extraño. Robert Solimine, la víctima, era una persona de profunda convicción religiosa. Trataba de hacer ver a sus amigos los resultados destructivos de una vida de drogas y de licor. Un día se le ocurrió cantarles el Avemaría. El resultado fue ira, amenaza y estrangulación.

El juez le dijo a James Wanger, el asesino: «No puedo ver lo que hay dentro de ti; pero sí veo que no hay ni arrepentimiento ni remordimiento.» Y lo condenó a cadena perpetua, con la posibilidad de solicitar la libertad condicional cuando cumpliera cincuenta años.

Es difícil comprender cómo puede haber personas que en esas circunstancias no manifiestan, según lo expresó aquel juez, ni arrepentimiento ni remordimiento. Tienen la conciencia encallecida, los sentimientos muertos y un corazón de piedra, tan endurecido que no sienten nada. Respiran, viven y actúan, pero no saben lo que es sentir culpa ni pedir perdón.

Si bien el juez no podía ver el interior de James Wanger, Dios sí podía verlo. Porque Dios ve el corazón, la conciencia y los pensamientos de todos los seres humanos. Él nos ve al trasluz porque es Dios y sabe todo lo que estamos imaginando.

El apóstol Juan, viendo cómo las multitudes se acercaban a Jesucristo debido a sus milagros, escribe: «Jesús no les creía porque los conocía a todos; no necesitaba que nadie le informara nada acerca de los demás, pues él conocía el interior del ser humano» (Juan 2:24,25).

Cristo sabe lo que hay dentro de nosotros. Él sabe todo lo que pensamos y sentimos, y hasta sabe si nuestros pecados nos duelen. Sin embargo, si nos arrepentimos de todo corazón, Él corresponderá a ese arrepentimiento sincero. Es más, antes que lo expresemos con los labios, Él ya nos estará perdonando. Pero conste que tiene que ser un arrepentimiento genuino. Que la emoción del Cristo crucificado invada nuestro ser, de modo que podamos decir sinceramente: «¡Perdóname, Señor, todos mis pecados!»

lunes, 9 de noviembre de 2009

Miles de aguijones

José García, anciano granjero, comenzó la faena agrícola del día. A los ochenta y seis años de edad todavía trabajaba la tierra casi como en sus años mozos. Puso en marcha el tractor y empezó a trazar surcos.

Todo iba bien, como de costumbre, hasta que le pegó a una colmena muy grande. No pareció importarles a las abejas si el anciano no vio la colmena o si simplemente no quiso desviar su trayectoria, pues lo atacaron con furia, dejando como saldo no menos de mil picaduras. Por si eso fuera poco, atacaron también a su hijo, de cincuenta años, que por acudir en su auxilio recibió otras 500 picaduras. Al hacer la investigación se encontró que había por lo menos setenta y cinco mil abejas en esa colmena.

Si bien una sola picadura por una abeja puede ser algo serio, ¿cómo será recibir mil picaduras? De seguro aquel anciano agricultor no volvería a acercarse a una colmena de abejas. Una lección así generalmente se aprende la primera vez.

Ahora bien, hay otras clases de abejas que también pican. ¿Qué, por ejemplo, de los que vacían una, dos y más latas de cerveza? Cada trago es una punzada en el cerebro. ¿Y qué de los que juegan con el cigarrillo de marihuana? De la marihuana no hay más que un paso a la cocaína, la heroína, el crack y el LSD, y cada dosis de droga es un aguijón clavado en la mente.

¿Y qué de los matrimonios que, a la menor provocación, discuten acaloradamente y pelean, hiriéndose en lo más vivo? Cada palabra que se lanzan es un aguijón que va matando el amor y el respeto mutuo.

¿Y qué de los mensajes nocivos, criminales y eróticos que vierten las pantallas de cine y la televisión? ¿Acaso no son estos como picaduras de abejas que van debilitando la resistencia moral y los valores espirituales?

Cada imagen provocativa, cada palabra obscena, cada situación procaz y licenciosa de sexo, adulterio, crimen y deshonra es un aguijón más que se va clavando en mentes impresionables. En estos medios hay miles de aguijones que, con cada imagen visual, enferman, drogan y matan.

¿Por qué someternos a prácticas que nos destruyen? Con sólo una ligera observación de la condición de la vida actual, podemos ver que algo anda mal. Todo lo que hacemos trae consecuencias. Si éstas son malas, es porque nuestros hechos son malos.

Sólo Jesucristo puede salvarnos de tantos aguijones. Sólo Él tiene el poder para librarnos de los pecados que nos destruyen. Sometámonos al señorío de Cristo, y nuestra vida cambiará.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Cuando Acaricio a mis hijos

En este mensaje tratamos de manera anónima el caso que nos contó una mujer en las siguientes palabras:

«Hace aproximadamente diez años, tomé la espantosa decisión de abortar a mi pequeño hijo, el mismo que fue procreado con un hombre que era casado, al cual me entregué por primera vez. Cuando él lo supo, me pidió que lo abortara. Me dolió mucho que me lo dijera. No quise hacerlo, pero después de unos días le dije que fuéramos a hacerlo. Y así fue que yo maté a mi propio hijo.

»Pasó el tiempo, me casé, tuve un hijo, y mi esposo y yo nos separamos. Después de un tiempo nos reconciliamos. Teníamos relaciones de vez en cuando, y sin darme cuenta salí embarazada. Yo le pedí que lo abortáramos, y lo hicimos.

»¡Ay, Dios, cómo me duele recordarlo! Y saber que soy una asesina de mis propios hijos.... Sólo le pido a Dios que me perdone. ¡Que me perdone! No sé si Él puede hacerlo, perdonar a una mujer que deliberadamente mató a sus propios hijos en su propio vientre.

»Esto yo no se lo había contado a nadie....

»Ahora tengo dos hijos. Amo mucho a mis hijos, y ruego a Dios que ellos nunca pasen por lo que estoy pasando, por este sentimiento de culpabilidad que me atormenta cada día. A veces pienso cómo serían esos niños que aborté, sobre todo cuando acaricio a mis hijos.

»Dios mío, ¡perdóname!»

Este es el consejo que le dimos:

«Estimada amiga:

»Miles de mujeres sienten el mismo dolor que usted. También ellas sufren todos los días de su vida. ¡Cuánto quisieran poder volver a hacerlo todo de nuevo! Anhelan tener en sus brazos a aquellos niños que perdieron para siempre.

»Lo más importante que podemos decirle es que Dios está dispuesto a perdonarla. No importa lo que usted haya hecho. Él está listo, esperando poder limpiarla por completo. Pero usted tiene que pedírselo, creyendo de todo corazón que Cristo vino a este mundo para llevar la culpa del pecado que usted ha cometido. En otras palabras, Dios nuestro Padre celestial puede perdonarla debido a que su Hijo Jesucristo ya sufrió el castigo. Cuando Cristo murió en la cruz hace dos mil años, murió por los pecados de usted y por los nuestros. Así que ahora, cuando usted le pide a Dios que la perdone, en el nombre de Cristo, es como si Dios tomara el pecado que usted ha cometido y escribiera a su lado el nombre de Jesucristo, seguido de: “Cancelado” y “Perdonado”.1

»Allí donde se encuentra, en sus propias palabras, dígale a Dios lo arrepentida que está y pídale que la perdone en el nombre de Cristo. Dígale que usted cree que Cristo murió para que usted pudiera recibir el perdón. Y luego dele gracias a Dios por estar dispuesto a sacrificar a su único Hijo para que todo esto fuera posible.

»Una vez que haya terminado de orar, el peso del pecado y de la culpabilidad que siente desaparecerán, y se sentirá limpia y libre. ¡Escríbanos y cuéntenos cuán bien se siente al haber sido perdonada! ¡Así podremos compartir su alegría!

»Con afecto fraternal,

Carlos Rey y su esposa Linda.»

Si desea consultar de nuevo este caso, puede hacerlo con sólo pulsar el enlace que dice: «Caso 1» dentro del enlace en nuestro sitio www.conciencia.net que dice: «Caso de la semana».


1Col 2:14

sábado, 7 de noviembre de 2009

Dame tu corazón hija Mia

Fue una larga espera. Una espera de cuatro años. Una espera que sufren muchas personas en diferentes partes del mundo. Una espera que se convierte en angustia, pesadumbre y agonía. Chester Szuber, de cincuenta y ocho años de edad, soportó cuatro años esa espera. ¿Qué esperaba? Un corazón. Szuber, que padecía del corazón, estaba a la espera de un donante.

Szuber nunca pensó quién podría ser el donante. Sabía que quien donara el corazón tendría que morir, pero nunca se imaginó quién podría ser.

¿Quién, por fin, donó el corazón? Una señorita de veintidós años de edad. Su nombre: Patti Szuber. La donante fue su propia hija, Patti, estudiante de enfermería. Patti murió en un accidente automovilístico, y fue el corazón de ella el que fue trasplantado al pecho de Chester. Patti era la menor de seis hijos, y toda la familia aprobó el trasplante. El padre podría vivir normalmente muchos años más llevando en el pecho el corazón de su hija.

He aquí un caso conmovedor. El padre pudo seguir viviendo porque su hija murió. Toda esa amorosa familia unida pudo entonces hallar consuelo diciendo: «Patti no ha muerto del todo. Su corazón sigue latiendo en el pecho de nuestro padre.» Es como si ese hombre, aunque jamás se le hubiera ocurrido hacerlo, le hubiera suplicado a su hija difunta: «¡Hija mía, dame tu corazón!»

Eso es precisamente lo que dice la Biblia. La súplica se encuentra en el libro de los Proverbios. Dice así: «Dame, hijo mío, tu corazón y no pierdas de vista mis caminos» (Proverbios 23:26).

Así como Dios inspiró al sabio maestro a que hiciera en los Proverbios, ahora se dirige a todos nosotros y nos ruega: «Dame, hijo mío, tu corazón.» Dios es un Padre amoroso, afectuoso y tierno, y como tal nada le satisface más que poseer el amor, la devoción y el compañerismo de sus hijos. Esa súplica lo dice todo: «Dame, hijo mío, tu corazón.»

Dios no es un ser insensible, con corazón de piedra, que sólo desea condenarnos y castigarnos. Al contrario, Dios es Amor, y como es amor Él busca quien lo ame. Es por eso que clama de lo más profundo de su corazón y nos suplica: «¡Hijo mío, dame hoy tu corazón!»

Cuando nos sometemos al señorío de Cristo, es como si estuviéramos dándole nuestro corazón. Ese es el primer paso hacia una vida nueva, una vida de amor, de paz y de justicia. Démosle nuestro corazón a Cristo. A cambio Él nos dará la salud espiritual que tanto necesitamos. Démosle hoy nuestro corazón.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Nueva Prespectiva de la Vida

El 10 de septiembre de 2001, un día antes del ataque terrorista contra las torres gemelas de Nueva York, Félix Sánchez presentó su renuncia. Corredor de bolsa de la agencia Merril Lynch, que tenía sus oficinas en aquellas impresionantes torres, Sánchez tenía talento como asesor de finanzas. El día siguiente, pocas horas después de haber desocupado su escritorio y de haberse despedido de sus compañeros de trabajo, parecía tener además muchísima suerte. Su decisión oportuna lo había salvado de la horrible muerte inesperada que sufrieron sus colegas.

Pero la suerte no habría de acompañarlo más que dos meses contados. Porque el día 12 de noviembre Félix Sánchez tomaría la desafortunada decisión de abordar el aerobús de American Airlines, vuelo 587, que no llegó a su destino en Santo Domingo sino que se estrelló en un barrio residencial de Nueva York poco después de despegar. Y Sánchez estaría entre los 265 que perecieron, entre ellos 174 dominicanos compatriotas suyos.

De apenas veintinueve años de edad, Sánchez había soñado con tener su propia agencia deportiva. Por eso volaba a su patria aquel lunes, para reunirse con futuros clientes en su nueva carrera como asesor de finanzas de beisbolistas dominicanos. Ya se había ganado la confianza de ciertos jugadores de renombre. Esperaba poder ayudar a sus paisanos a invertir con prudencia su dinero.

«Después de lo de las Torres Gemelas, él tenía una nueva perspectiva de la vida —contó su amigo Sid Wilson—. La última vez que nos vimos, él estaba muy entusiasmado. ¡No lo puedo creer!»

Para muchas personas, lo más increíble del caso de Félix Sánchez es que, habiendo tenido tan buena suerte el 11 de septiembre, la haya tenido tan mala el 12 de noviembre. Pero, a fin de cuentas, ¿es la suerte lo que determina el desenlace de nuestra vida?

De Moisés, que sacó del cautiverio en Egipto a su pueblo Israel, pudo haberse dicho acerca de su infancia: «¡Qué suerte tuvo! ¡La princesa, hija del mismo faraón que había condenado a muerte a todos los niños hebreos que nacieran, lo sacó del río Nilo, salvándolo de la muerte!» Pero pudo haberse dicho lo contrario acerca de Moisés cuando ya era mayor de edad: «¡Qué mala suerte tuvo! Lo delató un hebreo de su propia sangre por haber matado a un egipcio que golpeaba a otro hebreo hermano de los dos. ¡Y por eso el faraón, que lo había tratado como su propio nieto, intentó matarlo!» De ahí en adelante vemos a Moisés, si mantenemos esa línea, una vez con mucha suerte, otra sin suerte alguna, hasta el día antes de su muerte, en que recibe la trágica noticia de que en esta vida no habrá de ver la tierra prometida a la que ha guiado a su pueblo a través del desierto durante cuarenta largos años.

Lo cierto es que en el caso de Moisés no era suerte, como tampoco lo fue en el caso de Félix Sánchez, sino la consecuencia de sus decisiones en combinación con las de los demás. Lo único que podemos aprender de tales casos es a tomar las decisiones más acertadas posibles, y a encomendarnos a Dios, a fin de que, pase lo que pase, estemos preparados, como Moisés, para ver la tierra prometida en la vida venidera.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Nada Con Exceso

Comenzó a entrenar a los cuatro años de edad. A los diez, ya había ganado varios premios. Su pasión era la gimnasia de exhibición. Su sueño: ganar medallas de oro en los juegos olímpicos.

A los dieciséis años, en una de las competencias, estuvo a punto de sacar el puntaje perfecto. Todos le auguraban un brillante porvenir. Pero Christy Henrich, joven gimnasta escandinava, tenía un problema. Estaba obsesionada con la idea de que estaba engordando, aunque no era así.

A los diecinueve años ya no pudo competir más. Su obsesión la había dominado. Finalmente, a los veintidós, Christy Henrich falleció. Murió de anorexia nerviosa, pesando sólo veintinueve kilos. Su obsesión la había matado.

He aquí una joven que pudo haber tenido grandes éxitos. Perfeccionó su arte. Ganó muchas medallas. Alcanzó la perfección, casi a la altura de Olga Korbut, la atleta rusa, y Nadia Comaneci, la rumana. Pero le entró la obsesión de la gordura. Desoyó los consejos de médicos y familiares, y dejó de comer. Y su bello cuerpo se fue consumiendo hasta que le fallaron todos los órganos.

Las obsesiones, las fobias, las pasiones y las ansiedades pueden dominar todo nuestro ser a tal grado que nos hacen inútiles. Los afanes de la vida, cuando controlan la voluntad, se vuelven destructivos.

Tenemos que aprender a matizar nuestra existencia. «Nada con exceso» era la máxima de Epicteto, el estoico filósofo griego del siglo primero de nuestra era. Dios no nos hizo para las obsesiones, las pasiones, los frenesíes y los fanatismos. Nos hizo para la sobriedad, la mesura, el equilibrio, la armonía.

«No se inquieten por nada —escribió el apóstol Pablo—; más bien, en toda ocasión, con oración y ruego, presenten sus peticiones a Dios y denle gracias» (Filipenses 4:6). Vivir libres de pasiones y obsesiones es la clave de la vida prudente, moderada y satisfecha. Esa es la vida que Dios quiso que su creación llevara.

Ahora bien, ¿cómo puede el ser humano despojarse de tantas fobias y obsesiones? Entregándole su vida a Cristo. La persona que no tiene a Cristo en el corazón será para siempre víctima de pasiones desorbitadas.

Es que sólo Jesucristo —Señor, Salvador y Maestro perfecto— puede darnos esa estabilidad, ese equilibrio y esa moderación ideal. Cuando Él entra a nuestro corazón, transforma nuestro modo de pensar, y todos nuestros móviles cambian. Sometámonos a su divina voluntad. Él quiere ser nuestro mejor amigo.

Más Devocionales!