martes, 28 de julio de 2009

TRES ACTITUDES


Cristo, en los días de su carne,
ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas
al que le podía librar de la muerte, fue oído.

Hebreos 5:7.

Esperé quien se compadeciese de mí, y no lo hubo;
y consoladores, y ninguno hallé.

Salmo 69:20.





Tres actitudes

Era de noche. Jesús y once discípulos entraron en un huerto. Ocho de ellos se sentaron a la entrada. Jesús llevó con él a tres de los más allegados y les dijo: “Quedaos aquí, y velad conmigo”. Él mismo se alejó un poco más y se arrodilló, diciendo: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa (sufrimiento); pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42). Él sabía que iba a morir en la cruz cargado con los pecados de todos los que en él creyeran.

¿Dónde estaban los discípulos en este momento crucial? Judas, el traidor, había ido para encontrarse con los jefes religiosos. Recibió dinero de ellos y se dirigió hacia el lugar que conocía bien… para entregar a Jesús. Los ocho que estaban a la entrada del huerto se durmieron. Los tres allegados pudieron comprender mejor la situación, porque su Maestro les expresó abiertamente su angustia. Sin embargo, también se durmieron. Dos veces Jesús se acercó a ellos y preguntó: “Simón, ¿duermes? ¿No has podido velar una hora?” (Marcos 14:37). Jesús volvió a alejarse y siguió orando; y fue vencedor mediante la obediencia.

Sin duda, nadie podía compartir los sufrimientos de Cristo al acercarse la crucifixión, pero estas tres actitudes nos interpelan: ¿Somos solamente débiles?, ¿no nos concierne la situación?, ¿o somos enemigos de Cristo?

lunes, 20 de julio de 2009

ERA SOLO CUESTION DE TIEMPO


Voy a matar a mi padre —advirtió el joven de diecisiete años de edad.

Su amigo, también de diecisiete, le respondió, riéndose:

—No digas tonterías.

Y compartieron ambos un cigarrillo de marihuana.

—Voy a matar a mi padre —volvió a decirle el mismo joven al mismo amigo diez días después.

Así fue por varias semanas: siempre esa terrible declaración. Hasta que un martes 22 de febrero, Cristóbal Galván cumplió su intención. Mató de varios balazos a su padre Esteban Galván. Acto seguido, se mató él mismo. Fue así como se desarrolló este drama familiar, relatado escuetamente.

En más detalle, el muchacho, estudiante secundario, alto, rubio, bien parecido, vivía atormentado por problemas de personalidad. Además, era víctima del uso insensato de drogas como la marihuana, el crack y la heroína. Su madre había muerto de pena varios años atrás por el divorcio que había sufrido a manos de su padre, que era autoritario y exigente.

Ahí estaban el escenario y los elementos del drama, trágicamente dispuestos. Los personajes jugarían cada uno su papel impecablemente. ¿Qué era lo que hacía falta? El momento inevitable. El testimonio a la policía del amigo de Cristóbal, Jaime Carieri, lo explicaba todo: «Sólo era cuestión de tiempo.»

Aquí cabe hacernos la pregunta, franca y directa: ¿Será posible que se esté incubando en nuestro hogar un drama parecido? ¿Se estarán juntando los elementos letales que pueden desencadenar una tragedia? ¿Hay drogas en nuestra casa? ¿Hay licor? ¿Hay armas? ¿Hay irritación? ¿Hay encono? ¿Hay violencia?

Esos elementos, como hojas secas, se encienden con una sola chispa. La violencia suele estallar súbitamente sin que haya, al parecer, ninguna razón ni motivo. Y casi no hay hogar que esté inmune a ella.

¿Qué podemos hacer? ¿Cómo prevenimos una tragedia en nuestro hogar, en nuestra familia, en nuestra vida?

Lo cierto es que si no tenemos una relación íntima con el Señor Jesucristo, difícilmente tendremos la motivación para controlar esos momentos de crisis. Todos somos lo que es nuestro corazón. La Biblia dice: «De la abundancia del corazón habla la boca» (Mateo 12:34). Todo lo que somos y todo lo que hacemos viene de las intenciones, buenas o malas, de nuestro corazón.

Cristo quiere darnos un nuevo corazón. Él quiere perdonarnos y bendecirnos. Démosle, hoy mismo, nuestra vida. A cada uno nos hará una nueva persona.

domingo, 19 de julio de 2009

POR NO MIRAR HACIA ARRIBA






Un padre llevó a su hijo a dar un paseo en el auto. Al pasar por un campo sembrado de melones, el padre, viendo lo maduros que estaban, le dijo al muchacho:

—Voy a entrar a buscar dos o tres melones. Quédate tú aquí en el auto y mira para todos lados. Si ves que alguien se acerca, das un ligero pitazo.

El padre saltó por encima de la cerca y, ocultándose bajo las ramas de un árbol, se acercó a un maduro y hermoso melón. Al comenzar a cortarlo, oyó un disparo. Miró para todos lados y no vio a nadie. Así que volvió a la tarea de cortar el melón, pero esta vez no sólo oyó otra detonación sino que una bala cayó cerca de él. Miró hacia arriba y vio encaramado en el árbol a un hombre que por lo visto era el encargado de cuidar el campo de melones. Avergonzado, le pidió perdón al hombre, salió a toda prisa del campo, montó en el auto y se alejó rápidamente del lugar. Ya de camino, el padre le preguntó a su hijo en tono de regaño:

—¿Acaso no te dije que miraras para todos lados?

—Sí —respondió el muchacho—, ¡pero no me dijiste que mirara hacia arriba!

¡Qué triste ejemplo de un padre para su hijo! La mayoría de los padres jamás harían tal cosa, y sin embargo, tal vez por considerarlo inofensivo, muchos les enseñan a sus hijos a mentir y a engañar mediante el ejemplo que les dan. ¿Acaso no es eso lo que sucede cuando les mandan a sus hijos que le digan al que acaba de llamar por teléfono, o de llegar a la casa, que ellos no se encuentran, siendo que no han salido? Lo irónico del caso es que, al igual que aquel padre, cuando están procediendo mal no les preocupa lo que piensan sus hijos, de quienes son responsables ante Dios, sino sólo lo que piensan aquellos que no están a su cuidado. A la hora de la verdad, sólo les importa que no los vean los demás.

Esa actitud es tan antigua que se remonta a los tiempos de nuestros primeros padres en el jardín del Edén. Sólo que en aquel entonces Adán y Eva no conocían a nadie más que a Dios. De modo que tan pronto como pecaron al comer la fruta prohibida, procuraron ingenuamente esconderse de su presencia. Tal vez Dios no les había explicado que eso era imposible, ni que, para colmo de «males», jamás podrían ocultarle nada a Él.

Si acaso nos preocupa el «¿qué dirán los demás?», y por eso miramos para todos lados, más debiera preocuparnos el «¿qué dirá Dios?», y por eso mirar hacia arriba. Lamentablemente algunos se portan como si no les importara en absoluto lo que piensa Dios de su manera de actuar. Mientras no los vea el prójimo, fingen que no ha pasado nada.

Aunque no estemos robando melones ni dando mal ejemplo a nuestros hijos, todos pecamos contra Dios y contra el prójimo de otras formas. Más vale entonces que miremos hacia arriba, pero no para ver si Alguien nos está mirando, sino para ver, con el corazón quebrantado y arrepentido, que Dios nos mira con deseos de perdonarnos. Porque si bien el pecar es humano, el perdonar es divino.

sábado, 18 de julio de 2009

EL COLMO DEL CONSENTID






Ocurrió en Siberia un día sábado, 2 de abril. El capitán Yaroslav Kudrinsky, piloto de una línea aérea comercial rusa, volaba sobre esas tierras frías y desoladas que antes formaban parte de la Unión Soviética. Su hijo Vitia, de doce años de edad, era uno de los setenta y cinco pasajeros que estaban a bordo. El avión volaba a diez mil metros de altura.

Desde pequeño, Vitia había sido el consentido de la familia y, sobre todo, el favorito de su padre. Siempre que pudo, Yaroslav dotó a su hijo de todo lo que podría traerle placer. El niño se crió como todo niño mimado: creyendo que era superior a todos los demás y que podía hacer cuanto quisiera.

A medio vuelo su padre le permitió entrar en la cabina de mando y poner manos sobre los controles. El muchacho, ya casi adolescente y pensando que lo sabía todo, movió bruscamente uno de los controles y la aeronave entró en picada. Por más que hiciera, el capitán Kudrinsky no pudo recobrar el control, y el avión se estrelló contra el suelo, matando a todos los que iban a bordo.

Es bueno amar a los hijos y darles toda la atención, el cariño y el cuidado que merecen. Y es bueno enseñarles el oficio del padre, si es que les gusta, y darles toda la enseñanza moral y espiritual que se pueda. Pero darle a un muchacho consentido, de doce años de edad, el manejo de un jet que lleva setenta y cinco pasajeros a bordo no sólo es una infracción de las leyes de la aviación sino también una estupidez alarmante.

La primera impresión que el hijo recién nacido debe recibir es que es amado sobre todas las cosas. A medida que el hijo va creciendo, la segunda impresión que debe recibir es que a los padres se les obedece. El hijo a quien no se le enseña obediencia y respeto crece sin dirección. El libro de Proverbios dice: «La vara de la disciplina imparte sabiduría, pero el hijo malcriado avergüenza a su madre» (Proverbios 29:15).

Lo más importante es que cada uno de los que somos padres y madres de familia nos mantegamos en el camino de Dios. Sólo así podremos inculcar en nuestros hijos los principios morales eternos que serán la brújula que los dirigirá en el camino áspero de esta vida. Porque nuestro peregrinaje con Cristo, que traza el camino por el que andamos con Él, es el mapa que les dará la sana dirección que necesitan.

Determinemos que la educación de nuestros hijos ha de comenzar con la formación espiritual. Si los criamos así, saldrán al mundo con el entendimiento despejado y el corazón limpio, y no podrán menos que vencer.

jueves, 9 de julio de 2009

HE TERMINADO LA CARRERA

El Tour de Francia 2005, en su edición 92, no sólo tuvo un campeón galardonado por séptima vez consecutiva después de la última etapa en París, sino también varios ciclistas premiados en las etapas preliminares que tuvieron que abandonar la carrera habiendo recorrido algunos menos y otros un poco más de la mitad de la vuelta.

El primer ganador de una etapa que tuvo que abandonar fue David Zabriskie, estadounidense del equipo CSC. Zabriskie ganó la primera etapa contrarreloj individual, y se mantuvo en la primera posición en la clasificación general hasta la cuarta etapa, también contrarreloj, pero por equipos. A sólo mil doscientos metros de la meta, el estadounidense tuvo la mala suerte de caerse. Fue así como perdió el primer lugar, y sufrió heridas en las piernas y en los brazos que posteriormente, en la novena etapa, lo obligarían a abandonar la carrera.

Jens Voigt, compañero alemán de Zabriskie en el equipo CSC, tuvo que abandonar en la undécima etapa. Se puso triunfante el jersey amarillo del mejor clasificado al final de la novena etapa, lo lució con merecido orgullo el día de la décima, y al día siguiente ¡terminó la etapa fuera de plazo y fue desclasificado!

El velocista belga Tom Boonen ganó dos etapas consecutivas, la segunda y la tercera, y encabezaba la clasificación de la velocidad cuando abandonó la carrera en la duodécima etapa.

Por último, Alejandro Valverde, el ciclista español en el que muchos hispanos habían cifrado sus esperanzas a pesar de que corría en su primer Tour, tuvo que abandonar en la decimotercera etapa, sólo tres días después de haberse adjudicado su primera victoria. En esa décima etapa le había ganado de modo impresionante al entonces seis veces campeón Lance Armstrong en los últimos metros del ascenso a la montaña.

Estos cuatro destacados ciclistas profesionales tienen en común que comenzaron bien la carrera y, ya sea por mala suerte o por desgaste de reservas físicas, la terminaron antes de tiempo. Lo único que les quedó fue la esperanza de volver a hacer el intento de completar la carrera el año siguiente.

A diferencia de Zabriskie, Voigt, Boonen y Valverde en el Tour de Francia 2005, ninguno de los que corremos en el Tour de la Vida puede abandonar ese recorrido que hace por las carreteras planas y montañosas de la existencia humana y al mismo tiempo poner las esperanzas en una carrera futura, ya que hay una sola carrera. San Pablo estaba tan consciente de esta verdad que dijo que, a pesar de saber que le esperaban sufrimientos, lo que contaba no era su propia vida sino terminar la carrera y llevar a cabo la tarea que Cristo le había encomendado. 1 Por eso, al final de su vida, después de haber soportado un sinnúmero de contratiempos, pudo decir triunfante: «He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, me he mantenido en la fe. Por lo demás, me espera la corona de justicia que el Señor, el juez justo, me otorgará en aquel día». 2

Corramos con esa determinación, inspirados por las palabras del gran apóstol, de modo que podamos algún día andar en calles de oro, vestidos de blanco, en caravana triunfal con el pelotón de corredores que han de recibir esa misma corona de justicia, la corona de la vida que les promete Cristo a todos los que le sean fieles hasta la muerte. 3


1 Hch 20:23‑24
2 2Ti 4:7,8
3 2Co 2:14; Ap 2:10; 3:4,5; 21:21

miércoles, 8 de julio de 2009

DE TODOS MODOS FELIZ CUMPLEAÑOS

José Canepa miró la fecha en el calendario: 7 de diciembre, día de su cumpleaños. Pero no toda ocasión de cumpleaños trae felicidad. Canepa sonrió y se encaminó al baño. Quiso encender un cigarrillo, pero había una fuga de gas en el baño, y hubo una explosión que lo dejó con quemaduras graves.

Llamó una ambulancia, pero en el camino al hospital la ambulancia chocó con otro vehículo. José sufrió la fractura de una pierna, así que lo subieron a otra ambulancia. Al llegar al hospital, se resbaló de la camilla y se dislocó un tobillo. Estas fueron las aventuras de José Canepa en su día especial.

El médico que tuvo que curarle las quemaduras, enyesarle la pierna y vendarle el tobillo le dijo: «De todos modos, don José, ¡feliz cumpleaños!»

Hay fechas en el año que obligan a hacer un saludo tradicional. Por eso decimos: «¡Feliz cumpleaños!», o «¡Feliz Navidad!» o «¡Feliz Año Nuevo!» Aunque ese día nos vaya tan mal como cualquier otro, de todos modos damos el saludo porque es lo correcto.

Sin embargo, lo cierto es que los días de nuestra vida están llenos de sorpresas, y éstas no discriminan entre días especiales y días ordinarios. El día menos pensado puede sonar la alarma, trayendo el sobresalto y la desventura. Nadie sabe, al levantarse en la mañana, de qué modo llegará al descanso nocturno. El día puede depararnos bienestar o calamidad.

¿Qué nos dice todo esto? Que debemos vivir con fe. Que como la vida es tan incierta, tan insegura, debemos tener cada momento de cada día nuestra fe y confianza puesta en el que lo tiene todo bajo control. Esa persona es Jesucristo: Señor, Salvador, Maestro y Amigo.

No obstante, debemos reconocer que el poner nuestra vida en las manos de Cristo no nos pone necesariamente a cubierto de problemas. Pero sí nos libra de la desesperación. Nuestro problema no es la desventura; es la desesperación. Es, en otras palabras, la manera como reaccionamos.

Cuando Cristo es nuestro Señor y Dueño, podemos confiar en que Él, a la larga, todo lo hace bien. No siempre comprenderemos el porqué de la desventura, pero podemos, siempre, tener fe en el amor y en la sabiduría de Dios. Más vale que recordemos que ninguno de nosotros tiene previo conocimiento. El único que conoce el futuro es Dios, que todo lo sabe y tiene nuestra vida en sus manos. Cristo es el Señor de toda circunstancia. Pongamos nuestra confianza en Él.

martes, 7 de julio de 2009

UN PUEBLO ENCADENADO

(Canción cantada por Carlos Rey en audio y en video)

Con esta edición especial de UN MENSAJE A LA CONCIENCIA comienza el conteo regresivo de las veinte canciones que recibieron la mayor votación en nuestra encuesta «Su canción popular favorita». En la primera ronda se contaron más de veintiocho mil votos, cada voto representando la canción favorita del votante. En la ronda final, hubo cerca de seis mil hispanohablantes de sesenta y cuatro países que votaron, en orden de preferencia, por sus cinco canciones favoritas de las treinta favorecidas en la votación inicial. Esta es la canción que ocupó el puesto número veinte:

Donde brilla el tibio sol
con un nuevo fulgor dorando las arenas.
Donde el aire es limpio aún
bajo la suave luz de las estrellas.
Donde el fuego se hace amor,
el río es hablador y el monte es selva.
Hoy encontré un lugar
para los dos en esta nueva tierra.

América es América.
Todo un inmenso jardín, eso es América.
Cuando Dios hizo el Edén pensó en América.

Cada nuevo atardecer
el cielo empieza a arder y escucha el viento
que me trae con su canción
una queja de amor como un lamento.
El perfume de una flor,
el ritmo de un tambor en las praderas.
Danzas de guerra y paz
de un pueblo que aún no ha roto sus cadenas.

América es América.
Todo un inmenso jardín, eso es América.
Cuando Dios hizo el Edén pensó en América.

Cuando Nino Bravo grabó el tema «América, América», lo escuchó y quiso volver a grabar para mejorarlo. Pero murió trágicamente antes de tener la oportunidad de hacerlo, en 1973, en un accidente automovilístico cerca de Madrid. Tenía apenas veintiocho años de edad. Con todo, aquella canción compuesta por sus paisanos españoles José Luis Armenteros y Pablo Herrero recorrió el mundo entero como un homenaje póstumo a Nino, en un disco que batió todos los récords en España en cuanto a expectación y pedidos adelantados, con sesenta mil pedidos. Luego de ser lanzado al mercado, en cuestión de tres semanas ya había ascendido al primer lugar de todas las listas. 1

Con frecuencia Nino decía que América era «el futuro del mundo» 2 a pesar de juzgarlo «un pueblo que aún no ha roto sus cadenas», como dice la canción. Gracias a Dios el Creador de este Edén que es Iberoamérica, si bien no todo ese pueblo ha logrado liberarse de toda cadena de opresión, hay millares que se han valido del poder de Jesucristo para romper las cadenas del pecado que los ataban, obteniendo así la libertad más valiosa a la que puede aspirar cualquiera de nosotros.


1 E. Miguel de Caso, «“América, América”: Número uno en todas las listas» Mundo Joven, 14 julio 1973 En línea 5 febrero 2008.
2 Darío Ledesma, «Biografia de Nino Bravo» En línea 5 febrero 2008.

domingo, 5 de julio de 2009

RATONERAS DE LA VIDA

Largo rato atisbó la llegada de la joven. Sabía que todas las noches, a las diez en punto, regresaba del trabajo. Era una joven bella, atractiva, verdadera flor de Málaga, España. Tal como él lo esperaba, la joven llegó. Tan pronto como ella abrió la puerta y entró, él se abalanzó sobre ella.

Sin embargo, las cosas no salieron bien. José Olmedo, el asaltante, se vio en una ratonera. La señorita alcanzó la puerta de su apartamento y escapó. Olmedo se encontró de pronto en una situación difícil. Ninguna puerta se abría a menos que pulsara el código. Dentro del vestíbulo del gran edificio de apartamentos, el joven, de veintidós años, fue arrestado por la policía.

Le llamamos «ratonera» a una situación que no tiene solución. También se le llama «callejón sin salida» y «punto sin retorno». Se trata de una de esas condiciones imposibles de la vida. La gran mayoría de ellas, como en el caso de Olmedo, las producimos nosotros mismos con nuestros errores y nuestros excesos. Pero a veces, por esas situaciones ingobernables de la existencia, se producen solas. En todo caso, son circunstancias que nos atrapan en una ratonera de la vida, sin puerta de escape, sin socorro y sin protección.

¿Realmente hay ratoneras? ¿Hay situaciones insolubles? No, no las hay. Cuando todo recurso se ha agotado, siempre queda Dios. Y no es que Dios haga caso omiso del pecado. Él cambia el corazón humano. Su invitación es franca, firme y segura. He aquí las palabras de Cristo: «Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso» (Mateo 11:28).

Nuestro mayor problema no es un callejón sin salida. Es el no acudir a Dios cuando todas las puertas se han cerrado. O tratamos, debido a nuestro orgullo, de resolver nuestro propio dilema, hundiéndonos más en el problema, o cedemos a la depresión que, para colmo de males, nos lleva a considerar el suicidio. Solos no podemos salir de la ratonera.

Sin embargo, Jesucristo espera nuestro clamor. Él está siempre listo para socorrernos y quitar las angustias que nos consumen. La vida siempre nos va a presentar situaciones imprevistas, problemas, al parecer, insolubles. Vivimos en un mundo lleno de corrupción. Pero Cristo quiere ser nuestro Salvador.

Pongamos nuestro problema en las manos de Dios. Entreguémosle a Él esa dificultad que nos está consumiendo. A Dios nada puede sorprenderlo ni amedrentarlo. Él es Dios, y puede socorrernos. Basta con que le digamos: «Entra, Señor, a mi corazón.»

sábado, 4 de julio de 2009

¿POR QUE NO SE VEN ASI MISMOS?

«Mi madre, viuda, al verse sin marido y sin amparo, decidió arrimarse a los buenos por ser uno de ellos, y se fue a vivir a la ciudad, alquiló una casita y se puso a cocinar para algunos estudiantes y a lavar ropa de ciertos mozos de caballería del comendador de la Magdalena, así que había razón para visitar las pesebreras. En ésas se relacionó con un negro de ésos que cuidaban las bestias. Unas veces este hombre venía de noche a casa y salía por la mañana. Otras ocasiones tocaba a la puerta con el pretexto de comprar huevos, y entraba en la habitación. En un principio me molestaba su presencia, y le tenía miedo por el color de la piel y mal semblante; pero cuando vi que con sus visitas mejoraba el condumio, fui cobrándole algún afecto, pues siempre traía pan, trozos de carne y, en el invierno, leña con que calentarnos.

»De suerte que, sin pausa en la posada ni en las relaciones, mi madre acabó por darme un negrito muy lindo al que yo hacía brincar por darle algún calor. Recuerdo que un día el negro de mi padrastro retozaba con el mozuelo y, viendo que mi madre y yo éramos blancos y él no, se dio a correr con miedo hacia mi madre y, señalando con el dedo, decía:

»—¡Madre, coco!...

»... Niño todavía, me llamó la atención esa palabra de mi hermanico, y dije para mis adentros: “¡Cuántos habrá en el mundo que, porque no se ven a sí mismos, huyen de los demás!”» 1

Este relato del protagonista principal de La vida de Lazarillo de Tormes, que da inicio en España al género de la novela picaresca, nos revela el pensamiento del llamado «pícaro» en aquel entonces. «Del pícaro puede decirse que toma la vida como viene —explica Jaime García Maffla—, que no la juzga pero sí la escruta, aun le da tonalidades especiales al mirarla desde su alma trágica y vacía.»

Ese es el caso de Lazarillo. Muerto su padre, su madre tiene relaciones con un morisco cuando Lázaro ya ha cumplido los ocho años. Por conveniencia, Lázaro acepta las visitas del moro como también al hermanito mulato que nace de las tales «relaciones». Luego, como quien escruta sin juzgar, medita en el término «coco» que le oye decir al pequeño, cuando éste descubre que su padre no se parece ni a la madre ni al hermano. El coco era un fantasma con que se asustaba a los niños. 2 De ahí que a Lázaro se le prenda la chispa y se pregunte: «¿Así como se asustó el inocentón de mi hermano, será que también los demás les tienen miedo a todos los que no se parecen a ellos? ¿Acaso el racismo se origine en el temor a lo desconocido?»

Si bien acertó en su juicio el autor anónimo del Lazarillo a mediados del siglo dieciséis, con mayor razón debemos nosotros acertar en el nuestro en pleno siglo veintiuno. Determinemos que cuanto más diferente sea nuestro prójimo, más nos esforzaremos por llegar a conocerlo. Sigamos el consejo y el ejemplo de Aquel que nos hizo tal como somos: juzguemos a los demás así como queremos que ellos nos juzguen a nosotros, fijándonos en el corazón y no en las apariencias. 3


1 Lazarillo de Tormes, Anónimo (Bogotá: Editorial Norma, 1994), pp. 12‑13.
2 Ángel del Río y Amelia A. de del Río, Antología general de la literatura española, Tomo 1: Desde los orígenes hasta 1700, ed. corregida y aumentada (New York: Holt, Rinehart and Winston, 1960), p. 338.
3 Mt 7:12; 1S 16:7

viernes, 3 de julio de 2009

¿EL PERDON NO ES UNA OPCION?

Fue para Juanita Parker una semana verdaderamente trágica. Primero, su marido tuvo un accidente de trabajo quedando gravemente quemado. Segundo, su hijito recién nacido fue diagnosticado con mononucleosis. Tercero, perdió la casa que habían comprado por falta de pagos. Cuarto, y esto fue lo peor, descubrió que su esposo y su mejor amiga eran amantes. Todo esto le sucedió en el lapso de sólo ocho días.

La agonía moral de Juanita duró cuatro semanas. En su desesperación llegó a la conclusión de que para ella sólo había dos opciones: matarse o perdonar. Por fin hizo lo único que podía darle tranquilidad: perdonó. Perdonó a su marido. Perdonó a su amiga. Y con el perdón sincero y completo, recuperó la paz. Es más, con el alma libre de esa carga, pudo tener la fe para resolver sus demás problemas. El perdonar fue su salvación.

Alguien dijo que el perdón no es una opción. No se puede tener paz si no se perdona. En ese sentido el perdón no es una opción. Es un imperativo.

Cuando alguien nos ha ofendido, haciéndonos daño en el alma, exclamamos: «¡Jamás lo perdonaré! La herida es demasiado grande, el desencanto muy grave, el dolor insoportable. ¡Jamás lo perdonaré!»

El problema mayor es que vivir sin perdonar es lo mismo que llevar una piedra en el estómago. Es igual que echar sal continuamente en una herida abierta. Vivir sin perdonar es nublar el entendimiento, endurecer el corazón, amargar el alma.

¿Cuántas veces no habremos repetido el Padrenuestro? Comienza diciendo: «Padre nuestro que estás en el cielo.» Más adelante dice: «Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores» (Mateo 6:9,12,13). Es decir: «De la misma manera en que yo, Señor, perdono, perdóname tú a mí.» Perdonar no es una opción. Es un mandamiento divino.

Cuando Jesús agonizaba en la cruz, mirando a la multitud, dijo: «Padre, perdónalos» (Lucas 23:34). El que más sufrió, el que fue clavado en una cruz, al referirse a sus verdugos dijo: «Padre, perdónalos.» Así nos enseñó el Maestro.

Así es el perdón divino —gratis, eterno y perfecto—, y sin embargo cualquiera puede ser salvo. Pero eso demanda que también nosotros perdonemos. Así como hemos recibido el perdón de Dios, tenemos que perdonar a los demás. No es una opción; es un mandato. Pero Cristo nos da la fuerza para cumplirlo.

jueves, 2 de julio de 2009

CARCELES EN QUE NOS ENCERRAMOS

Paysandú, Uruguay, una hermosa ciudad moderna y progresista, ubicada en la margen oriental del río Uruguay y reflejada día y noche en sus mansas y verdes aguas, tenía un problema. Acababa de inaugurar su nueva cárcel, pero no tenía ningún preso para encerrar en ella. El alcalde inauguró el edificio con una ceremonia muy solemne, y pronunció un encendido discurso. Lo único que faltaba —se lamentó el alcalde— era alguien que estrenara las cómodas y limpias celdas. Se citaron diversos nombres de delincuentes conocidos —ladrones, asaltantes, estafadores, cuatreros—, pero no se encontró ningún candidato apropiado.

Luego sucedió una de las ironías de la vida. En pocos días se descubrió en la ciudad un gran contrabando de automóviles en el que estaba implicado el alcalde mismo. ¿Quién hubiera pensado que aquel hombre que inauguró la cárcel habría de ser el primero en estrenarla?

Los seres humanos continuamente fabricamos cárceles en las que nos encerramos nosotros mismos. Bien lo dijo Amado Nervo: «Cada día remachamos un eslabón más de la cadena que ha de aprisionarnos.»

Una de las cárceles más nefastas en la que nos encerramos es la del miedo. Algunos tememos a la enfermedad y a la muerte prematura sin saber siquiera si tal vez pasemos toda la vida sin tener que sufrirlas. ¿Qué ganamos con semejante temor? ¿Acaso no nos priva de la paz interior, aprisionándonos en una celda de preocupación constante? Cristo tenía toda la razón cuando dijo: «¿Quién de ustedes, por mucho que se preocupe, puede añadir una sola hora al curso de su vida? ... Por lo tanto, no se angustien por el mañana, el cual tendrá sus propios afanes. Cada día tiene ya sus problemas.» 1

Aun en el peor de los casos no tenemos que temer. Si Dios permite que nos enfermemos o que muramos prematuramente, tanto la enfermedad como la muerte prematura pueden ser experiencias que nos liberen de las preocupaciones temporales de esta vida y nos lleven a concentrar nuestra atención en un porvenir eterno.

Así que en lugar de permitir que el temor a la enfermedad y a la muerte nos aprisione, encerrándonos en una cárcel como la de Paysandú, permitamos más bien que el amor de Dios, amor perfecto que echa fuera el temor, 2 nos libere de ese temor y nos lleve a estrenar una vivienda espaciosa como la que Dios nos tiene preparada más allá de la muerte, en la nueva Jerusalén. Allí vivirá Dios en medio de nosotros, y no habrá muerte, ni llanto, ni lamento ni dolor. Pues como Dios mismo dice proféticamente en calidad de Alcalde de aquella ciudad santa: «¡Yo hago nuevas todas las cosas!» 3


1 Mt 6:27,33
2 1Jn 4:18
3 Ap 21:1‑5; 1Jn 14:1‑3

miércoles, 1 de julio de 2009

UNA CITA FINAL




Lleno de angustia y tristeza, pero sereno, el joven subió a su auto. Tenía una cita urgente. A las seis de la tarde, en la glorieta de la Fuente de Agua en la Avenida Palma de la Ciudad de México, tenía un último encuentro con su novia.

Lanzó su auto a toda velocidad. Corrió sin mirar el velocímetro, ni altos ni luces rojas. Al acercarse a la glorieta, divisó a la joven. El sólo verla acrecentó su dolor. Acelerando el vehículo a gran velocidad, se estrelló contra el monumento. El accidente fue horrible. El joven quedó muerto ahí mismo ante la mirada horrorizada de la mujer que lo había abandonado.

Las crónicas periodísticas traen de todo. Esta vez fue una historia romántica pero triste. Un joven, cuyo nombre no recogió la crónica, le pidió a su novia, que lo había dejado, una última cita. Una cita de despedida. Una cita que habría de ser la definitiva. Y, en efecto, fue la definitiva, porque incapaz de soportar el desengaño, el joven, en la forma más drástica, puso fin a sus días.

Muchas veces ocurren tragedias como esta en la problemática y azarosa vida humana. Cuando más creemos haber encontrado la completa felicidad, descubrimos que todo fue una ilusión, y la decepción nos mata. Cuando pensamos que ya tenemos la fortuna en las manos, algo nos hace perderlo todo y nos reduce a la pobreza. Cuando creemos alcanzar el triunfo artístico, o deportivo o político, nos vemos de pronto paladeando el amargo sabor de la derrota.

¿Qué hacer en esos momentos? ¿Cómo sobrellevar esas decepciones?

Muchos se entregan a la desesperación. Echan mano del veneno, o de la horca o de la pistola, y acaban con su vida. Otros se sumergen en un pozo de alcohol o de droga. Otros se vuelven eternos resentidos y amargados. Y aún otros entran en un profundo e interminable período de depresión.

¿Serán éstas las únicas opciones ante el fracaso? No, hay otra. Es la opción espiritual. Aun en medio del más espantoso fracaso o de la más triste decepción, siempre queda Dios.

Jesucristo, el Señor viviente, es el Salvador de los fracasados. Él está cerca de cada persona necesitada que invoca su presencia. Y Él está cerca de cada uno en este mismo momento.

Clamemos a Cristo. Él nos responderá y nos levantará de la desesperación. Él nos dará la misma victoria que les ha dado a muchos otros, porque nunca falla. Cuando toda otra supuesta solución ha fracasado, siempre queda Dios.

Más Devocionales!