miércoles, 25 de noviembre de 2009

Por No Haber Vendido La Leche

(25 de noviembre: Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra la Mujer)

«El marido le había pegado. Por la única habitación del bohío, caliente como horno, la persiguió, tirándola de los cabellos y machacándole la cabeza a puñetazos.

»—... ¡Te voy a matar..., desvergonzada!...

»El niño se agarraba a las piernas de su papá; no sabía hablar aun y pretendía evitarlo. Él veía a la mujer sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente deseos de llorar, de gritar mucho. De seguro mamá moriría si seguía sangrando.

»Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como él se lo mandara; al volver de las lomas, cuatro días después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado la leche; la verdad es que la bebió el niño. [Ella] prefirió no tener unas monedas a que la criatura sufriera hambre tanto tiempo.

»[Él] le dijo después que se marchara.

»—¡Te mataré si vuelves a esta casa!

»La mujer estaba tirada en el piso de tierra; sangraba mucho y nada oía. Chepe, frenético, la arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí, como muerta....

»[Pasaba por allí un extraño que] tenía agua para dos días más de camino, pero casi toda la gastó en rociar la frente de la mujer. La llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada para limpiarla de sangre.

»Chepe entró por el patio.

»—¡Te dije que no quería verte más aquí, condenada!

»Parece que no había visto al extraño....

»[Éste] le llamó la atención; pero [Chepe], medio loco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba a pegarle ya. Entonces fue cuando se entabló la lucha entre los dos hombres.

»El niño pequeñín, pequeñín, comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su mamá.

»La lucha era silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos del muchacho y las pisadas violentas.

»La mujer vio cómo [el extraño] ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados en el pescuezo de su marido. [Chepe] comenzó por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre al rostro.

»Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra como lava, rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó. Sonó seco el golpe. [El extraño] soltó el pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después abrió los brazos con amplitud y cayó de espaldas....

»La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante....

»La mujer... [salió corriendo]....»1

Este trágico relato procede de la pluma del autor y ex presidente dominicano Juan Bosch. Es el primero de sus Cuentos escritos antes del exilio. ¡Qué triste que aún en el siglo veintiuno haya tantas personas como Chepe que, al escuchar o leer cuentos como este, se identifiquen con él! A puerta cerrada, maltratan físicamente a su pareja, conscientes de que casos como el suyo no se limitan al campo ni a personas iletradas sino que incluyen las grandes metrópolis y a los privilegiados.

Determinemos todos que, en lo que nos queda por vivir, jamás maltrataremos a nuestra pareja, sino que la amaremos y la cuidaremos como a nuestro propio cuerpo, tal como nos aconseja San Pablo,2 no sea que la induzcamos a matar a cualquiera que se interponga... o a querer matarnos a nosotros mismos.


1Juan Bosch, «La mujer», Cuentos escritos antes del exilio (Santo Domingo: Edición Especial, 1974), pp. 11‑13; y Juan Bosch, «La mujer», Cuentos selectos(Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1993), pp. 39-41.
2Ef 5:25‑33

viernes, 20 de noviembre de 2009

Rogamos por los Niños

(Día Internacional de los Niños)

Rogamos por los niños
que lo embarran todo de chocolate,
que quieren que se les haga cosquillas,
que chapotean en los charcos y salpican y se manchan los pantalones,
que comen helado a escondidas antes de la cena,
que borran hasta el papel en sus problemas de aritmética,
que nunca encuentran sus zapatos.

Y rogamos por los
que se quedan mirando a los fotógrafos detrás de las cercas de alambre,
que nunca han jugado en una cancha con unos tenis nuevos,
que oyen a otros niños cantar: «Los pollitos dicen: “Pío,
pío, pío”»,
y se identifican con los pollitos que tienen hambre y tienen frío;
que nacen en lugares donde nadie debiera ni morir;
que nunca van al circo,
que viven en un mundo adecuado sólo para adultos.

Rogamos por los niños
que nos dan besos pegajosos y puñados de flores silvestres,
que duermen con el perro y entierran a los pececitos cuando mueren,
que nos abrazan de prisa y pierden el dinero que les damos,
que se ponen curas innecesarias y cantan desafinados,
que dejan rastros de la pasta dental en todo el lavamanos,
que hacen ruido al tomarse la sopa.

Y rogamos por los
que nunca disfrutan de un postre,
que ven cómo sus padres los ven a ellos morirse,
que no tienen ni frazada para taparse,
que no encuentran pan para robar,
que no tienen cuartos que arreglar,
cuyas fotos no aparecen en los tocadores de nadie
y cuyos monstruos son de verdad.

Rogamos por los niños
que gastan en un solo día
lo que les dan sus padres para la merienda de la semana,
que dan berrinches en el supermercado
y sólo comen lo que se les antoja,
que piden que se les cuenten historias de fantasmas,
que esconden su ropa sucia debajo de la cama
y nunca lavan la tina del baño,
que reciben visitas del ratoncito Pérez,
que detestan que se les bese frente a sus amigos,
que están inquietos en la iglesia
y gritan al hablar por teléfono,
cuyas lágrimas algunas veces nos hacen reír
y cuyas sonrisas otras veces nos hacen llorar.

Y rogamos por los
que tienen pesadillas de día y no sólo de noche,
que comen cualquier cosa,
que nunca han sido atendidos por un dentista,
que no son los niños mimados de nadie,
que se acuestan con hambre y lloran hasta dormirse,
que viven y se mueven, pero que es como si no existieran.

Rogamos por los niños
que quieren que alguien los cargue,
y por los que necesitan ser cargados;
por aquellos en quienes nunca perdemos la esperanza,
y por los que no tienen nada que esperar
ni a nadie que los espere;
por los que colmamos de atenciones,
y por los que se aferran a cualquiera que les tienda la mano.1

Esta conmovedora plegaria al Todopoderoso, escrita originalmente en inglés por Ina Hughes, nos recuerda el refrán que dice: «Quien a los niños no amó, no diga que quiere a Dios.»2 Porque cada niño que nace lleva estampada en el rostro la imagen de su divino Creador.3 Y el que no ama a los niños ni siquiera conoce a Dios, porque Dios es amor.4 Más vale que no sólo roguemos sino que actuemos en favor de los niños necesitados de nuestro mundo. Todo lo que hacemos por ellos, lo hacemos por Dios mismo.5


1Ina J. Hughes, A Prayer for Children (New York: William Morrow and Company, 1995), pps. xiv-xv.
2Refranero general ideológico español, compilado por Luis Martínez Kleiser (Madrid: Editorial Hernando, 1989), p. 520.
3Gn 1:26-27; 9:6; Stg 3:9
41Jn 4:8
5Mt 25:40

lunes, 16 de noviembre de 2009

Principio de Arquimedes

Hierón, rey de Siracusa, temía que su orfebre lo hubiera engañado. El monarca le había encargado al artesano la confección de una corona de oro puro, pero sospechaba que había mezcla do una porción de metal inferior, tal como la plata. Para salir de la duda, encargó al gran matemático e inventor griego Arquímedes que buscara la manera de averiguar si su sospecha tenía algún fundamento. Pero la corona no debía sufrir cambio alguno. No debía alterarse. Arquímedes, considerado uno de los hombres más sabios de la época, pasó muchos días pensando cómo satisfacer los deseos del rey.

Un día, al meterse en la tina del baño notó que, al sumergirse en el agua, su cuerpo no pesaba tanto como antes y sus piernas se levantaban con gran facilidad. Su ingenio le hizo deducir de este acto tan común y corriente un principio fundamental de la hidrostática, que estudia el equilibrio de los líquidos. Según esta ley de la física, todo cuerpo parcial o totalmente sumergido en un fluido inmóvil, ya sea gas o líquido, experimenta un empuje hacia arriba igual al peso del fluido desalojado por el cuerpo. Aplicando este principio, Arquímedes dedujo que, si pesaba la corona en agua, podría determinar la proporción de metales que contenía. De ahí que hoy esa ley del peso específico de los cuerpos que descubrió el gran matemático se conozca universalmente como el principio de Arquímedes.

Según la Enciclopedia Británica, es probable que sea verídica la versión de la historia que dice que Arquímedes determinó así la proporción de oro y de plata en la corona, pero no es más que una exageración popular la versión que dice que, acto seguido, saltó de la tina, salió de la casa y corrió desnudo por las calles de la ciudad gritando: «¡Eureka! ¡Eureka! ¡Lo he hallado! ¡Lo he hallado!»

Así como Arquímedes descubrió el principio natural que lleva su nombre y se valió de ese principio para descubrir el engaño del orfebre, también Dios, el Rey del universo que creó a Arquímedes y a toda la raza humana a su imagen y semejanza, se vale de un principio espiritual para que se descubra el engaño pecaminoso en cualquiera de nosotros. Según ese principio, podemos estar seguros de que nuestro pecado nos descubrirá.1 El peso de ese pecado es tal que, al igual que el peso de la corona del rey Hierón, a la postre nos descubre.

Dios ha dispuesto que nos descubran las consecuencias naturales del pecado, y nos ha dado a entender que la paga de ese pecado es muerte. Pero como Rey nuestro que es, Él está dispuesto a perdonarnos y a darnos vida eterna por los méritos de su Hijo Jesucristo,2 que pagó el precio de nuestras faltas al morir en nuestro lugar. En lugar de sufrir las consecuencias de nuestro pecado, pidámosle perdón a Dios y aceptemos hoy mismo su oferta de vida eterna.


1Nm 32:23
2Ro 6:23

domingo, 15 de noviembre de 2009

Nieve, Viento y Sol

Un blanco manto se extendía por todos lados. Era la primera nevada otoñal en Noruega, y la nación entera estaba cubierta del blanco armiño.

Tres niños jugaban en la nieve: la pequeña Silje Redegaard, de cinco años de edad, y dos amiguitos de ella, uno de cinco años y otro de seis.

De pronto, en un sorpresivo estallido de violencia, los dos niños comenzaron a pegarle con palos a Silje Redegaard, hasta que quedó inconsciente. Poco tiempo después murió, congelada. Los dos homicidas pudieron explicar lo que pasó. Lo maravilloso, lo increíble, lo inesperado fue la reacción de la madre de Silje, Beathe Redegaard, pues dijo: «Yo perdono a estos niños. Ellos no sabían lo que hacían.»

Aquel trágico suceso sacudió a toda Noruega, un país excepcionalmente culto, pacífico y ordenado. Nadie hubiera esperado que dos niños tan pequeños tuvieran tal ataque de furia. En la blanca nieve del otoño, sopló, de golpe, el viento de la violencia. Pero luego hubo, también, un rayo de sol: el perdón de la madre de la niña muerta.

La nieve, el viento y el sol pueden emplearse como símbolos del drama universal humano. La nieve es fría, inmóvil, silenciosa. Representa, en toda su indiferencia y frialdad, la muerte. El viento, que a veces se vuelve torbellino al soplar con furia descontrolada, representa la violencia. Y el sol, cálido y bueno, representa la acción perdonadora y salvadora de Dios. Por eso a Cristo se le llama en la Biblia «el sol de justicia» (Malaquías 4:2).

Toda acción ofensiva de los hombres —toda injusticia, todo despotismo, todo pecado— trae aparejada la muerte. «La paga del pecado es muerte» (Romanos 6:23a) es la sentencia inapelable de Dios. Y hay que reconocer que vientos de violencia soplan furiosos por todas la comarcas del mundo.

Sin embargo, hay un Sol de justicia que nos ofrece perdón, tal como se lo ofreció Beathe Redegaard a los dos niños asesinos de su hijita. Puede haber en la humanidad mucha violencia, mucha maldad y mucho pecado, pero por encima de todo hay un inmenso manto de perdón.

Fue San Pablo quien dijo que «la paga del pecado es muerte». Pero añadió que «la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Romanos 6:23b). El sacrificio de Cristo al morir en la cruz basta para limpiar todos nuestros pecados.

Si le pedimos perdón a Dios, no importa cuáles ni cuántos han sido nuestros pecados, con tal que nos arrepintamos sincera y profundamente. Cristo desea ser nuestro Salvador.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Una Unión Perfecta

El día martes se dieron el «sí». Intercambiaron votos y promesas nupciales, intercambiaron anillos y se unieron para siempre en matrimonio: un matrimonio que ellos sabían duraría hasta que la muerte los separara. Sus corazones estaban unidos, sus voluntades fundidas en una sola, sus almas una misma.

Un día después, el miércoles, Victoria Ingram, de treinta y ocho años de edad, donó uno de sus riñones a su nuevo esposo Randall Curlee, un diabético de cuarenta y seis años. No sólo sabían compartir corazones sino también órganos internos.

El doctor Roberto Méndez, de San Diego, California, realizó el trasplante. Fue muy interesante el comentario del cirujano. «Victoria —dijo él— es la persona más desinteresada que conozco. ¡Es increíble!»

He aquí un matrimonio que da el ejemplo. Comparten absolutamente todo en la vida: su corazón, su voluntad, su alma, su destino, su casa, sus haberes, su cuenta bancaria y todos los gastos conjuntos del matrimonio. Encima de todo eso, ahora habían de compartir un riñón. ¡Unión perfecta!

Ese matrimonio se había formalizado para durar toda la vida. No se habían casado por uno o dos años nada más sino tal como Dios lo estableció desde el principio: para siempre. Y siempre quiere decir, sin excepción alguna, siempre.

Hay quienes alegan que una solución es el divorcio. Pero si acaso es una solución, es también una mutilación. Es más, cuando un brazo o una pierna se gangrenan y hay que recurrir a la amputación, siempre es, como quiera, una mutilación.

Ningún matrimonio debe llegar al naufragio. Y un divorcio es un naufragio en que todos pierden: se pierde el matrimonio, se pierden los hijos, se pierde el hogar, se pierde la familia, se pierde la sociedad. Nadie gana en un divorcio.

¿Se puede evitar un divorcio inminente? Claro que sí. Se evita cultivando aquellos valores que enriquecen el matrimonio: el amor, sobre todas las cosas, después la simpatía, el compañerismo, la honra y la ayuda mutuas, la comprensión, la comunicación, y el perdón siempre listo a pedirse y a darse.

Por encima de todo, si el matrimonio ha de ser feliz y duradero, es imprescindible que los cónyuges tengan los mismos valores espirituales. Cuando marido y esposa se entregan de corazón a Jesucristo y lo hacen el Señor de su vida, de su matrimonio y de su hogar, lo único que los podrá separar es la muerte.

Rindámosle nuestra vida a Cristo, y veremos que Él se encargará de que nuestro matrimonio sea una unión perfecta.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Una Misma Sangre

Habían nacido juntos, y juntos se habían criado. Habían compartido los mismos alimentos, la misma ropa, la misma cama, los mismos juguetes. Marco y Roberto Solisa, de São Pablo, Brasil, eran hermanos siameses. Habían nacido unidos por la cadera, y nunca habían sido separados.

Sin embargo, había algo que no tenían en común: el carácter. Roberto era pacífico y comprensivo; Marco era violento e impulsivo. Un día, cuando ya tenían veinticuatro años de edad, Marco, en un rapto de ira, mató a su hermano de un tiro; pero la muerte del uno fue la muerte del otro. Los dos compartían la misma sangre.

Desde los días de Caín y Abel, los primeros hermanos que registra la historia sagrada, hay historias de hermanos que matan a hermanos. Esta historia bíblica se ha repetido millones de veces a lo largo de los siglos y alrededor del mundo. Hermanos matan a hermanos, a veces hermanos de sangre, a veces hermanos de raza, a veces hermanos de nacionalidad, hermanos de cultura.

El mundo presenció en Ruanda la muerte de un millón de personas a manos de sus propios hermanos. Igual ha ocurrido en Irlanda del Norte, en Somalia, en Serbia, en Bosnia, en Herzegovina y en muchas otras partes del mundo. Hermanos, en arrebatos de ira, matan a hermanos. Y ¿cuál es el resultado? El mismo de los hermanos Solisa: la muerte de unos trae consigo la muerte de los otros.

¿Habrá solución para tanto odio fratricida? Yo tengo una fotografía que mantiene vivo en mí el recuerdo de dos individuos que conocí en El Salvador. Uno había sido un comunista fanático; el otro había tenido que ver con el llamado «escuadrón de la muerte». Sus posiciones ideológicas los habían hecho enemigos a muerte, pero ahí quedaron en la foto, uno a cada lado mío. ¿Y qué representaban? Juntos dirigían el grupo de oración de su iglesia. ¡Increíble pero cierto!

¿Por qué traigo esto a cuentas? Porque este fue el resultado de una obra espiritual en el corazón de cada uno de ellos. Cuando Cristo entró a su vida, algo ocurrió. El odio se transformó en amor, y los dos, que en un tiempo fueron enemigos a muerte, llegaron a ser un modelo de amor fraternal.

Cristo es la solución. Él nos amó tanto que, para llamarnos hermanos, se hizo hombre igual a nosotros. Al morir en la cruz, pagó la deuda de nuestra culpa. Si creemos en Cristo y lo recibimos como Señor y Salvador, nos libramos del odio fratricida y comenzamos una vida nueva. Él dijo: «Así como yo los he amado, también ustedes deben amarse los unos a los otros» (Juan 13:34).

jueves, 12 de noviembre de 2009

Invasión letal de Moscas

Era una plaga de moscas. Moscas grandes, verdes, zumbonas, molestas. Moscas que por millones se posaban sobre los alimentos en la mesa, sobre los vasos de agua, sobre los cabellos de las mujeres y en la cara de los niños. Eran moscas feas, antipáticas, peligrosas, detestables.

Aquella plaga que atormentó a cien mil habitantes de la ciudad de Paita, Perú, comenzó en los montones de desperdicios de pescado que los pescadores abandonaban negligentemente en la playa. De toda esa podredumbre salieron las moscas.

Esa plaga de moscas que cayó sobre Paita se parece a la plaga bíblica que, al golpe de la vara de Moisés, cayó sobre el Egipto de Faraón. Así dice la Biblia: «Y vino toda clase de moscas molestísimas sobre la casa de Faraón, sobre las casas de sus siervos, y sobre todo el país de Egipto; y la tierra fue corrompida a causa de ellas» (Éxodo 8:24).

Si hay un insecto en el mundo que es detestable, antipático y peligroso, es la mosca. Rara es la región del mundo donde esta eterna compañera del hombre no se vea. Todo lo que toca, todo lo que prueba, todo lo que ensucia, lo contamina.

La mosca es símbolo del pecado pequeño, que por multiplicarse geométricamente, termina contaminando, enfermando y matando. Así dice también la divina sabiduría: «Las moscas muertas apestan y echan a perder el perfume. Pesa más una pequeña necedad que la sabiduría y la honra juntas» (Eclesiastés 10:1).

Si las moscas estropean todo lo que tocan —el agua, la leche, el pan, la sopa, la comida, todo—, entonces las pequeñas infracciones, los pequeños pecados, esos que a veces sólo llamamos debilidades, van estropeando, contaminando y corrompiendo el alma.

Si bien las moscas transmiten enfermedades mortales, las «pequeñas necedades», como acertadamente las llama la Biblia, transmiten la enfermedad más mortal de todas, porque es la enfermedad espiritual la que produce muerte eterna.

¡Cuán necesario es desinfectar el alma, la mente y el corazón con la lectura del libro de Dios —la Santa Biblia— y con la comunión permanente con su Hijo Jesucristo, el Salvador del mundo, mediante la oración!

miércoles, 11 de noviembre de 2009

PAQUITO

(Víspera del Día Internacional de los Niños)

Cubierto de jiras,
al ábrego hirsutas
al par que las mechas
crecidas y rubias,
el pobre chiquillo
se postra en la tumba;
y en voz de sollozos
revienta y murmura:
«Mamá, soy Paquito;
no haré travesuras.»

Y un cielo impasible
despliega su curva.

«¡Qué bien que me acuerdo!
La tarde de lluvia;
las velas grandotas
que olían a curas;
y tú en aquel catre
tan tiesa, tan muda,
tan fría, tan seria,
y así tan rechula.
Mamá, soy Paquito;
no haré travesuras.»

Y un cielo impasible
despliega su curva.

«Buscando comida,
revuelvo basura.
Si pido limosna,
la gente me insulta,
me agarra la oreja,
me dice granuja,
y escapo con miedo
de que haya denuncia.
Mamá, soy Paquito;
no haré travesuras.»

Y un cielo impasible
despliega su curva.

«Los otros muchachos
se ríen, se burlan,
se meten conmigo,
y a poco me acusan
de pleito al gendarme
que viene a la bulla;
y todo, porque ando
con tiras y sucias.
Mamá, soy Paquito;
no haré travesuras.»

Y un cielo impasible
despliega su curva.

«Me acuesto en rincones
solito y a oscuras.
De noche, ya sabes,
los ruidos me asustan.
Los perros divisan
espantos y aúllan.
Las ratas me muerden,
las piedras me punzan...
Mamá, soy Paquito;
no haré travesuras.»

Y un cielo impasible
despliega su curva.

«Papá no me quiere.
Está donde juzga
y riñe a los hombres
que tienen la culpa.
Si voy a buscarlo,
él bota la pluma,
se pone furioso,
me ofrece una tunda.
Mamá, soy Paquito;
no haré travesuras.»

Y un cielo impasible
despliega su curva.1

A este conmovedor poema, que ha formado parte del repertorio de declamadores y festejos de las escuelas primarias2 desde que se publicó a comienzos del siglo veinte, el excelso poeta veracruzano Salvador Díaz Mirón simplemente le puso por título «Paquito». Es uno de los cuarenta poemas de los que se compone la obra titulada Lascas, a la que el profesor Manuel Sol califica como «estéticamente uno de los libros más originales en lengua española».3

Con sólo escuchar los versos de «Paquito», vemos por qué el Premio Nobel mexicano Octavio Paz dijo de su paisano: «La poesía de Díaz Mirón posee la dulzura y el esplendor del diamante, un diamante al que no faltan, sino le sobran, luces.»4 Si extendemos la metáfora de Octavio Paz, vemos que el poema «Paquito» en particular es además un diamante al que le sobra agudeza, pues es cortante de un modo parecido a la palabra de Dios, que «penetra hasta lo más profundo del alma y del espíritu, hasta la médula de los huesos».5

¡Cómo nos parte el alma la trágica figura de Paquito! Su desgraciado padre, tan indiferente e imperturbable como el cielo impasible, es incapaz de sentir el dolor del hijo al que ha abandonado a un destino de miseria no sólo física sino también emocional, ya que ese hijo hasta se siente culpable de la muerte prematura de su querida madre. Pero gracias a Dios, su Hijo Jesucristo comprende a todos los Paquitos del mundo. Habiendo sufrido, como ellos, el abandono de parte de los suyos,6 Cristo les muestra compasión ofreciéndoles ayuda en el momento que más la necesitan. Basta con que se la pidan para que la reciban.7


1Salvador Díaz Mirón, Poesía Completa, Recopilación, introducción, bibliografía y notas de Manuel Sol (México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, Letras Mexicanas, 1997), pp. 456-58.
2Germán Martínez Aceves, «Al rescate de la alta poesía de Salvador Díaz Mirón», Universo, 20 febrero 2006, Veracruz, México En línea 18 junio 2008.
3Díaz Mirón, Poesía Completa, pp. 116-17.
4Octavio Paz, Introducción a la historia de la poesía mexicana, citado en Díaz Mirón, Poesía Completa, p. 7.
5Heb 4:12
6Mt 26:31‑33,56; 27:46; Mr 14:27‑29,50; 15:34
7Heb 4:14-16

martes, 10 de noviembre de 2009

Ni Arrepentimiento Ni Remordimiento

Lentas, solemnes, llenas de unción religiosa, se elevaron las bellas notas del Avemaría. La inmortal melodía de Franz Schubert, bien cantada, brotaba de los labios de Robert Solimine, joven de diecisiete años de edad.

Con los ojos cerrados, aquel joven elevaba su alma a Dios cuando, de repente, la melodía se interrumpió. Una cuerda delgada pero fuerte detuvo el canto. Con esa cuerda James Wanger, otro joven de diecinueve años de edad, estranguló a Robert, extinguiendo su voz junto con el Avemaría. Y sólo porque no podía soportar la oración de Solimine.

He aquí un caso extraño. Robert Solimine, la víctima, era una persona de profunda convicción religiosa. Trataba de hacer ver a sus amigos los resultados destructivos de una vida de drogas y de licor. Un día se le ocurrió cantarles el Avemaría. El resultado fue ira, amenaza y estrangulación.

El juez le dijo a James Wanger, el asesino: «No puedo ver lo que hay dentro de ti; pero sí veo que no hay ni arrepentimiento ni remordimiento.» Y lo condenó a cadena perpetua, con la posibilidad de solicitar la libertad condicional cuando cumpliera cincuenta años.

Es difícil comprender cómo puede haber personas que en esas circunstancias no manifiestan, según lo expresó aquel juez, ni arrepentimiento ni remordimiento. Tienen la conciencia encallecida, los sentimientos muertos y un corazón de piedra, tan endurecido que no sienten nada. Respiran, viven y actúan, pero no saben lo que es sentir culpa ni pedir perdón.

Si bien el juez no podía ver el interior de James Wanger, Dios sí podía verlo. Porque Dios ve el corazón, la conciencia y los pensamientos de todos los seres humanos. Él nos ve al trasluz porque es Dios y sabe todo lo que estamos imaginando.

El apóstol Juan, viendo cómo las multitudes se acercaban a Jesucristo debido a sus milagros, escribe: «Jesús no les creía porque los conocía a todos; no necesitaba que nadie le informara nada acerca de los demás, pues él conocía el interior del ser humano» (Juan 2:24,25).

Cristo sabe lo que hay dentro de nosotros. Él sabe todo lo que pensamos y sentimos, y hasta sabe si nuestros pecados nos duelen. Sin embargo, si nos arrepentimos de todo corazón, Él corresponderá a ese arrepentimiento sincero. Es más, antes que lo expresemos con los labios, Él ya nos estará perdonando. Pero conste que tiene que ser un arrepentimiento genuino. Que la emoción del Cristo crucificado invada nuestro ser, de modo que podamos decir sinceramente: «¡Perdóname, Señor, todos mis pecados!»

lunes, 9 de noviembre de 2009

Miles de aguijones

José García, anciano granjero, comenzó la faena agrícola del día. A los ochenta y seis años de edad todavía trabajaba la tierra casi como en sus años mozos. Puso en marcha el tractor y empezó a trazar surcos.

Todo iba bien, como de costumbre, hasta que le pegó a una colmena muy grande. No pareció importarles a las abejas si el anciano no vio la colmena o si simplemente no quiso desviar su trayectoria, pues lo atacaron con furia, dejando como saldo no menos de mil picaduras. Por si eso fuera poco, atacaron también a su hijo, de cincuenta años, que por acudir en su auxilio recibió otras 500 picaduras. Al hacer la investigación se encontró que había por lo menos setenta y cinco mil abejas en esa colmena.

Si bien una sola picadura por una abeja puede ser algo serio, ¿cómo será recibir mil picaduras? De seguro aquel anciano agricultor no volvería a acercarse a una colmena de abejas. Una lección así generalmente se aprende la primera vez.

Ahora bien, hay otras clases de abejas que también pican. ¿Qué, por ejemplo, de los que vacían una, dos y más latas de cerveza? Cada trago es una punzada en el cerebro. ¿Y qué de los que juegan con el cigarrillo de marihuana? De la marihuana no hay más que un paso a la cocaína, la heroína, el crack y el LSD, y cada dosis de droga es un aguijón clavado en la mente.

¿Y qué de los matrimonios que, a la menor provocación, discuten acaloradamente y pelean, hiriéndose en lo más vivo? Cada palabra que se lanzan es un aguijón que va matando el amor y el respeto mutuo.

¿Y qué de los mensajes nocivos, criminales y eróticos que vierten las pantallas de cine y la televisión? ¿Acaso no son estos como picaduras de abejas que van debilitando la resistencia moral y los valores espirituales?

Cada imagen provocativa, cada palabra obscena, cada situación procaz y licenciosa de sexo, adulterio, crimen y deshonra es un aguijón más que se va clavando en mentes impresionables. En estos medios hay miles de aguijones que, con cada imagen visual, enferman, drogan y matan.

¿Por qué someternos a prácticas que nos destruyen? Con sólo una ligera observación de la condición de la vida actual, podemos ver que algo anda mal. Todo lo que hacemos trae consecuencias. Si éstas son malas, es porque nuestros hechos son malos.

Sólo Jesucristo puede salvarnos de tantos aguijones. Sólo Él tiene el poder para librarnos de los pecados que nos destruyen. Sometámonos al señorío de Cristo, y nuestra vida cambiará.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Cuando Acaricio a mis hijos

En este mensaje tratamos de manera anónima el caso que nos contó una mujer en las siguientes palabras:

«Hace aproximadamente diez años, tomé la espantosa decisión de abortar a mi pequeño hijo, el mismo que fue procreado con un hombre que era casado, al cual me entregué por primera vez. Cuando él lo supo, me pidió que lo abortara. Me dolió mucho que me lo dijera. No quise hacerlo, pero después de unos días le dije que fuéramos a hacerlo. Y así fue que yo maté a mi propio hijo.

»Pasó el tiempo, me casé, tuve un hijo, y mi esposo y yo nos separamos. Después de un tiempo nos reconciliamos. Teníamos relaciones de vez en cuando, y sin darme cuenta salí embarazada. Yo le pedí que lo abortáramos, y lo hicimos.

»¡Ay, Dios, cómo me duele recordarlo! Y saber que soy una asesina de mis propios hijos.... Sólo le pido a Dios que me perdone. ¡Que me perdone! No sé si Él puede hacerlo, perdonar a una mujer que deliberadamente mató a sus propios hijos en su propio vientre.

»Esto yo no se lo había contado a nadie....

»Ahora tengo dos hijos. Amo mucho a mis hijos, y ruego a Dios que ellos nunca pasen por lo que estoy pasando, por este sentimiento de culpabilidad que me atormenta cada día. A veces pienso cómo serían esos niños que aborté, sobre todo cuando acaricio a mis hijos.

»Dios mío, ¡perdóname!»

Este es el consejo que le dimos:

«Estimada amiga:

»Miles de mujeres sienten el mismo dolor que usted. También ellas sufren todos los días de su vida. ¡Cuánto quisieran poder volver a hacerlo todo de nuevo! Anhelan tener en sus brazos a aquellos niños que perdieron para siempre.

»Lo más importante que podemos decirle es que Dios está dispuesto a perdonarla. No importa lo que usted haya hecho. Él está listo, esperando poder limpiarla por completo. Pero usted tiene que pedírselo, creyendo de todo corazón que Cristo vino a este mundo para llevar la culpa del pecado que usted ha cometido. En otras palabras, Dios nuestro Padre celestial puede perdonarla debido a que su Hijo Jesucristo ya sufrió el castigo. Cuando Cristo murió en la cruz hace dos mil años, murió por los pecados de usted y por los nuestros. Así que ahora, cuando usted le pide a Dios que la perdone, en el nombre de Cristo, es como si Dios tomara el pecado que usted ha cometido y escribiera a su lado el nombre de Jesucristo, seguido de: “Cancelado” y “Perdonado”.1

»Allí donde se encuentra, en sus propias palabras, dígale a Dios lo arrepentida que está y pídale que la perdone en el nombre de Cristo. Dígale que usted cree que Cristo murió para que usted pudiera recibir el perdón. Y luego dele gracias a Dios por estar dispuesto a sacrificar a su único Hijo para que todo esto fuera posible.

»Una vez que haya terminado de orar, el peso del pecado y de la culpabilidad que siente desaparecerán, y se sentirá limpia y libre. ¡Escríbanos y cuéntenos cuán bien se siente al haber sido perdonada! ¡Así podremos compartir su alegría!

»Con afecto fraternal,

Carlos Rey y su esposa Linda.»

Si desea consultar de nuevo este caso, puede hacerlo con sólo pulsar el enlace que dice: «Caso 1» dentro del enlace en nuestro sitio www.conciencia.net que dice: «Caso de la semana».


1Col 2:14

sábado, 7 de noviembre de 2009

Dame tu corazón hija Mia

Fue una larga espera. Una espera de cuatro años. Una espera que sufren muchas personas en diferentes partes del mundo. Una espera que se convierte en angustia, pesadumbre y agonía. Chester Szuber, de cincuenta y ocho años de edad, soportó cuatro años esa espera. ¿Qué esperaba? Un corazón. Szuber, que padecía del corazón, estaba a la espera de un donante.

Szuber nunca pensó quién podría ser el donante. Sabía que quien donara el corazón tendría que morir, pero nunca se imaginó quién podría ser.

¿Quién, por fin, donó el corazón? Una señorita de veintidós años de edad. Su nombre: Patti Szuber. La donante fue su propia hija, Patti, estudiante de enfermería. Patti murió en un accidente automovilístico, y fue el corazón de ella el que fue trasplantado al pecho de Chester. Patti era la menor de seis hijos, y toda la familia aprobó el trasplante. El padre podría vivir normalmente muchos años más llevando en el pecho el corazón de su hija.

He aquí un caso conmovedor. El padre pudo seguir viviendo porque su hija murió. Toda esa amorosa familia unida pudo entonces hallar consuelo diciendo: «Patti no ha muerto del todo. Su corazón sigue latiendo en el pecho de nuestro padre.» Es como si ese hombre, aunque jamás se le hubiera ocurrido hacerlo, le hubiera suplicado a su hija difunta: «¡Hija mía, dame tu corazón!»

Eso es precisamente lo que dice la Biblia. La súplica se encuentra en el libro de los Proverbios. Dice así: «Dame, hijo mío, tu corazón y no pierdas de vista mis caminos» (Proverbios 23:26).

Así como Dios inspiró al sabio maestro a que hiciera en los Proverbios, ahora se dirige a todos nosotros y nos ruega: «Dame, hijo mío, tu corazón.» Dios es un Padre amoroso, afectuoso y tierno, y como tal nada le satisface más que poseer el amor, la devoción y el compañerismo de sus hijos. Esa súplica lo dice todo: «Dame, hijo mío, tu corazón.»

Dios no es un ser insensible, con corazón de piedra, que sólo desea condenarnos y castigarnos. Al contrario, Dios es Amor, y como es amor Él busca quien lo ame. Es por eso que clama de lo más profundo de su corazón y nos suplica: «¡Hijo mío, dame hoy tu corazón!»

Cuando nos sometemos al señorío de Cristo, es como si estuviéramos dándole nuestro corazón. Ese es el primer paso hacia una vida nueva, una vida de amor, de paz y de justicia. Démosle nuestro corazón a Cristo. A cambio Él nos dará la salud espiritual que tanto necesitamos. Démosle hoy nuestro corazón.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Nueva Prespectiva de la Vida

El 10 de septiembre de 2001, un día antes del ataque terrorista contra las torres gemelas de Nueva York, Félix Sánchez presentó su renuncia. Corredor de bolsa de la agencia Merril Lynch, que tenía sus oficinas en aquellas impresionantes torres, Sánchez tenía talento como asesor de finanzas. El día siguiente, pocas horas después de haber desocupado su escritorio y de haberse despedido de sus compañeros de trabajo, parecía tener además muchísima suerte. Su decisión oportuna lo había salvado de la horrible muerte inesperada que sufrieron sus colegas.

Pero la suerte no habría de acompañarlo más que dos meses contados. Porque el día 12 de noviembre Félix Sánchez tomaría la desafortunada decisión de abordar el aerobús de American Airlines, vuelo 587, que no llegó a su destino en Santo Domingo sino que se estrelló en un barrio residencial de Nueva York poco después de despegar. Y Sánchez estaría entre los 265 que perecieron, entre ellos 174 dominicanos compatriotas suyos.

De apenas veintinueve años de edad, Sánchez había soñado con tener su propia agencia deportiva. Por eso volaba a su patria aquel lunes, para reunirse con futuros clientes en su nueva carrera como asesor de finanzas de beisbolistas dominicanos. Ya se había ganado la confianza de ciertos jugadores de renombre. Esperaba poder ayudar a sus paisanos a invertir con prudencia su dinero.

«Después de lo de las Torres Gemelas, él tenía una nueva perspectiva de la vida —contó su amigo Sid Wilson—. La última vez que nos vimos, él estaba muy entusiasmado. ¡No lo puedo creer!»

Para muchas personas, lo más increíble del caso de Félix Sánchez es que, habiendo tenido tan buena suerte el 11 de septiembre, la haya tenido tan mala el 12 de noviembre. Pero, a fin de cuentas, ¿es la suerte lo que determina el desenlace de nuestra vida?

De Moisés, que sacó del cautiverio en Egipto a su pueblo Israel, pudo haberse dicho acerca de su infancia: «¡Qué suerte tuvo! ¡La princesa, hija del mismo faraón que había condenado a muerte a todos los niños hebreos que nacieran, lo sacó del río Nilo, salvándolo de la muerte!» Pero pudo haberse dicho lo contrario acerca de Moisés cuando ya era mayor de edad: «¡Qué mala suerte tuvo! Lo delató un hebreo de su propia sangre por haber matado a un egipcio que golpeaba a otro hebreo hermano de los dos. ¡Y por eso el faraón, que lo había tratado como su propio nieto, intentó matarlo!» De ahí en adelante vemos a Moisés, si mantenemos esa línea, una vez con mucha suerte, otra sin suerte alguna, hasta el día antes de su muerte, en que recibe la trágica noticia de que en esta vida no habrá de ver la tierra prometida a la que ha guiado a su pueblo a través del desierto durante cuarenta largos años.

Lo cierto es que en el caso de Moisés no era suerte, como tampoco lo fue en el caso de Félix Sánchez, sino la consecuencia de sus decisiones en combinación con las de los demás. Lo único que podemos aprender de tales casos es a tomar las decisiones más acertadas posibles, y a encomendarnos a Dios, a fin de que, pase lo que pase, estemos preparados, como Moisés, para ver la tierra prometida en la vida venidera.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Nada Con Exceso

Comenzó a entrenar a los cuatro años de edad. A los diez, ya había ganado varios premios. Su pasión era la gimnasia de exhibición. Su sueño: ganar medallas de oro en los juegos olímpicos.

A los dieciséis años, en una de las competencias, estuvo a punto de sacar el puntaje perfecto. Todos le auguraban un brillante porvenir. Pero Christy Henrich, joven gimnasta escandinava, tenía un problema. Estaba obsesionada con la idea de que estaba engordando, aunque no era así.

A los diecinueve años ya no pudo competir más. Su obsesión la había dominado. Finalmente, a los veintidós, Christy Henrich falleció. Murió de anorexia nerviosa, pesando sólo veintinueve kilos. Su obsesión la había matado.

He aquí una joven que pudo haber tenido grandes éxitos. Perfeccionó su arte. Ganó muchas medallas. Alcanzó la perfección, casi a la altura de Olga Korbut, la atleta rusa, y Nadia Comaneci, la rumana. Pero le entró la obsesión de la gordura. Desoyó los consejos de médicos y familiares, y dejó de comer. Y su bello cuerpo se fue consumiendo hasta que le fallaron todos los órganos.

Las obsesiones, las fobias, las pasiones y las ansiedades pueden dominar todo nuestro ser a tal grado que nos hacen inútiles. Los afanes de la vida, cuando controlan la voluntad, se vuelven destructivos.

Tenemos que aprender a matizar nuestra existencia. «Nada con exceso» era la máxima de Epicteto, el estoico filósofo griego del siglo primero de nuestra era. Dios no nos hizo para las obsesiones, las pasiones, los frenesíes y los fanatismos. Nos hizo para la sobriedad, la mesura, el equilibrio, la armonía.

«No se inquieten por nada —escribió el apóstol Pablo—; más bien, en toda ocasión, con oración y ruego, presenten sus peticiones a Dios y denle gracias» (Filipenses 4:6). Vivir libres de pasiones y obsesiones es la clave de la vida prudente, moderada y satisfecha. Esa es la vida que Dios quiso que su creación llevara.

Ahora bien, ¿cómo puede el ser humano despojarse de tantas fobias y obsesiones? Entregándole su vida a Cristo. La persona que no tiene a Cristo en el corazón será para siempre víctima de pasiones desorbitadas.

Es que sólo Jesucristo —Señor, Salvador y Maestro perfecto— puede darnos esa estabilidad, ese equilibrio y esa moderación ideal. Cuando Él entra a nuestro corazón, transforma nuestro modo de pensar, y todos nuestros móviles cambian. Sometámonos a su divina voluntad. Él quiere ser nuestro mejor amigo.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

NO DEJO UNA NOTA


El joven, de sólo veintiún años de edad, se sentó en el cordón de la vereda y vació en su mano el contenido de sus bolsillos. Era poca cosa: un dólar con veinticinco centavos. Largo rato acarició las monedas que tenía en la mano, aunque eran ya las dos y cuarto de la mañana.Por fin se fue a una gasolinera cercana y le dijo al empleado: «Deme todo esto de gasolina.» Era suficiente dinero para llenar el bidón que traía, así que el empleado le echó gasolina. Acto seguido, el joven, casi sin moverse del lugar, se roció encima todo el combustible, encendió un fósforo y se prendió fuego.Robert James Binckley se inmoló a sí mismo en esa madrugada. No dejó ninguna nota escrita. No dio ninguna razón. No mostró ningún síntoma de nada. No manifestó nada extraño. Simplemente se prendió fuego.¿Por qué se suicidó ese joven, que vivía en Anaheim, California, ciudadano del país más rico de la tierra, más avanzado tecnológicamente y más lleno de atractivos y diversiones? ¡En su propia ciudad de Anaheim se encuentra el célebre parque de diversiones de Disneylandia!¿Será que Robert fue un Romeo enamorado, a quien su Julieta le pisoteó el corazón? ¿Será que como joven estudiante, destrozado por las drogas, cayó en una depresión profunda? ¿Será que llevaba en su conciencia una carga que se le hizo insoportable? ¿Será que sufría alguna enfermedad incurable, cuya prognosis fue incapaz de encarar? ¿O habrá sido él un poeta o un filósofo, a quien la fealdad de la vida le atormentó el alma, y no veía ya razón para seguir viviendo?Lo cierto es que no sabemos por qué se inmoló en una pira de fuego Robert James Binckley, de apenas veintiún años de edad. Pero sí sabemos que si Binckley hubiera tenido fe en Dios, no se habría suicidado. Es más, si Cristo hubiera sido su Señor y Maestro, no habría permitido que las circunstancias de la vida lo llevaran a ese extremo. Al contrario, habría clamado a Jesucristo, el gran Pastor del rebaño, y habría echado sobre Él su carga.Cuando recibimos a Jesucristo como Señor y Salvador, se disipan las nubes de la depresión, se esfuman los pensamientos negativos, desaparecen las negras desesperaciones, y una profunda calma invade todo nuestro ser. Jesucristo tiene vida en abundancia para todos los que la queremos y se la pidamos. Sólo tenemos que buscarlo a Él. En cierta ocasión Cristo dijo: «Al que a mí viene, no lo rechazo» (Juan 6:37). Esa es la promesa de Dios para nosotros.Visita nuestro sitio, en http://www.caminoalparaiso.tk/Dios te continue bendiciendo.

Asesinato en la Matriz

Por el Hermano Pablo.

Kawana Michele Ashley, de Londres, Inglaterra, estaba otra vez en problemas. Nuevamente había quedado embarazada. Un hijo no deseado se estaba formando en su vientre.

Preguntó precios en varias clínicas de aborto. Todas cobraban más de lo que ella podía pagar. La abuela, con quien vivía, le había dicho que no aguantaba un hijo más. La joven, de diecinueve años de edad, se vio sola, desamparada y sin ningún recurso.

¿Qué hizo? Consiguió un revólver, se encerró en su cuarto, enfiló el cañón del arma en el vientre, y disparó. La bala, además de herir a la madre, destrozó una manita del bebé, ya de seis meses de gestación. Hubo que hacer una cesárea de urgencia. La madre se salvó, pero la criatura murió.

¿Habrá palabras para calificar semejante acto? A la joven la acusaron de asesinato en tercer grado. ¿Era totalmente culpable? ¿Había atenuantes a su favor? ¿A que se podía atribuir su conducta?

Uno de los posibles atenuantes es la pobreza. Kawana Michele era una joven desempleada que no tenía profesión. Se formó con poca escuela o cultura, sin libros y sin nadie que la aconsejara. Sólo sabía que tenía un cuerpo con apetitos, y que los hombres que pretendían amarla no eran más que seductores que se aprovechaban de ella.

¿Qué hacer cuando de amores prohibidos nacen hijos indeseados? Cuando no hay dinero, no hay cultura, no hay valores y no hay conciencia, la solución es abortarlos. Así piensa una sociedad que ha perdido toda noción de moral cristiana y que se guía sólo por los intereses del momento. Esta es la sociedad que dice: «Si me gusta, vale; está bien que lo haga.»

La vida así, sin tomar en cuenta valores morales, es una amenaza segura a la existencia misma de la humanidad. Vivir sólo para satisfacer los instintos naturales —el hambre, la sed, el sexo y la supervivencia— es volver a los tiempos de las cavernas. Es regresar a la selva virgen. Es vivir como los animales.

¿Acaso la raza humana, creada a la imagen de Dios, no responde a valores espirituales? Cuando violamos esos valores, contraponiéndonos a las leyes de Dios, enfilamos hacia la destrucción total.

Entreguémosle nuestro corazón a Cristo. Permitamos que sea nuestro Señor, Salvador y amigo. Vivamos en armonía con sus enseñanzas. Sólo así recuperaremos la imagen del divino Creador. Identifiquémonos hoy mismo con Aquel que nos creó a su semejanza.

martes, 3 de noviembre de 2009

A Nadie le gusta ser Judas

Por El Hermano Pablo.


Tenía que ser una escultura perfecta, tanto por el motivo que iba a representar como por lo que iba a costar, noventa mil dólares. Era una escultura de la Última cena del Señor: trece figuras, Jesús y los doce apóstoles.

La escultura había sido ordenada por el obispo católico de Las Vegas, Nevada, Estados Unidos, la llamada, «Ciudad del pecado», y éste exigió de los escultores absoluta fidelidad y naturalidad. Para esto el obispo proveyó fotografías de los trece sacerdotes que servirían de modelos.

Para representar a Jesús hallaron, entre ellos, a uno cuyo rostro emulaba la fisonomía del Maestro en los antiguos lienzos. Los otros doce clérigos representarían a los demás.

Los escultores comenzaron su trabajo, y cuando terminaron la escultura de Judas, la representación era tan genuina que todo el mundo reconocía al sacerdote que sirvió de modelo. Eso era demasiado para el clérigo, y ante sus protestas hubo que alterar el rostro. Comentando sobre la objección del sacerdote, el obispo dijo: «La verdad es que a nadie le gusta ser Judas.» El obispo tenía razón.

¿Quién querrá encarnar al apóstol traidor? Nadie. Así como nadie quiere que lo confundan con un Nerón o un Hitler, tampoco nadie quiere que lo conozcan como perverso o traidor. Todos deseamos tener prestigio social. Queremos que se nos vea como íntegros. Vivamos como vivamos, y seamos el peor de los pecadores, ponemos cualquier cara con tal de dar la apariencia de dignidad, nobleza y virtud.

La Sagrada Biblia dice que no hay hombre justo sobre la tierra, no hay quien haga lo bueno, ni hay quien nunca peque. Todos los seres humanos llevamos dentro —algunos más, otros menos— algo de Judas. Es por eso mismo, porque perfecto no es nadie, que Jesucristo murió en la cruz pagando el precio de nuestra redención.

En potencia la muerte de Cristo es el pago de la redención de todo el mundo. Eso es, en potencia, porque sólo el que, arrepentido, pide perdón por sus pecados y confía en la gracia de Dios, recibe el efecto transformador de la obra de Cristo en el Calvario.

Sólo tenemos que pedirle a Cristo que quite el Judas de nosotros y que lo reemplace con su integridad. Arrepentimiento personal, sincero y profundo, más fe en el Señor Jesucristo, es lo que nos trae esa transformación. Rindámosle hoy nuestra vida a Cristo. Él nos revestirá de su perfección.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Mi Madre me culpo de todo

En este mensaje tratamos el siguiente caso de una mujer que «descargó su conciencia» de manera anónima en nuestro sitio www.conciencia.net, autorizándonos a que la citáramos:

«Durante toda mi vida, la relación con mi madre no ha sido buena.... En la etapa de la adolescencia, con mi primer novio, mi madre se encariñó mucho con él, y cuando la relación se terminó... ella me culpó de todo y no creyó todo lo que le conté de lo violento que mi novio se había vuelto y de cómo me hacía sufrir. Además,... como acostumbra hacerlo, [mi madre] dijo cosas muy hirientes, como que estaba decepcionada de tenerme como su hija...»

Este es el consejo que le dio mi esposa:

«Estimada amiga:

»... ¿Por qué no tienen [una madre buena] todos los niños? ¿Será que Dios ama más a unos que a otros? ¿Acaso algunos niños tienen más valor o potencial que otros?... ¡Mil veces no!

»Dios diseñó y creó un mundo perfecto. Él hizo a la primera pareja, y aquellos dos llegaron a ser la primera familia. Dios pudo haberlos hecho como robots, cada uno con los mismos brazos fuertes y amorosos, corazón tierno y mente sabia. Pudo haber decidido no darles ninguna opción acerca de lo que harían, de quiénes serían o de cómo vivirían, de modo que siempre fueran buenos, amorosos, tiernos y sabios, y siempre fueran padres perfectos. Pero Dios no quería que sus hijos lo amaran por obligación.

»... [Por eso] Dios les dio a Adán y a Eva pautas a seguir, y luego les dio la libertad de tomar sus propias decisiones. Casi de inmediato, escogieron el mal. Hicieron uso de su libre albedrío para hacer caso omiso de las pautas y ejercer más bien su propia voluntad. ¿Tuvo Dios la culpa de esto?... No, ellos fueron los únicos culpables de sus propias malas decisiones.

»Así es hoy en día.... Algunos [padres] actúan con sabiduría al decidir cuánta responsabilidad debieran tener sus hijos; otros ponen sus propios intereses por encima de los de sus hijos y se aprovechan injustamente de la relación que tienen con ellos....

»Mis padres eran alcohólicos que decidieron pasar por alto casi todas las pautas bíblicas con relación a esta vida. Como resultado, crecí en un hogar sin estabilidad ni seguridad, y con frecuencia violento. Mi madre no logró superar su propia formación, y eso la predispuso a perpetuar ese ciclo en sus propios hijos. Una vez, totalmente borracha, se me vino encima armada de un cuchillo que afortunadamente logré quitarle. Sobra decir que jamás tuve una relación madre‑hija como la que usted también anhela.

»Desde muy temprana edad, determiné que estas dificultades contribuirían a hacerme más fuerte y que mi meta en la vida sería ponerle fin a ese ciclo.... Tuve la bendición como adolescente de pedirle a Jesucristo que morara en mi vida, y Él me dio la fuerza necesaria para vencer toda situación adversa y ofrecerles una vida mejor a nuestros cinco hijos....1

»¡El pasado ha terminado!2... Usted es fuerte, y por eso ha llegado hasta aquí. Puede no sólo vencer las dificultades del pasado, sino también hacer una vida mejor para sus hijos. Usted puede frenar el ciclo de la mala crianza de los hijos. Y puede ser la primera en seguir el ejemplo de Dios. La animo a que lea la Biblia y encuentre las pautas que necesita seguir para ayudarla a comenzar a llevar una vida mejor....

»Con afecto fraternal,

»Hno. Norberto Diazgranados.»

El resto de nuestro consejo, que por falta de espacio no pudimos incluir en esta edición, puede leerse con sólo pulsar el enlace en www.conciencia.net que dice: «Caso de la semana», y luego el enlace que dice: «Caso 5».


1Fil 4:13
22Co 5:17

domingo, 1 de noviembre de 2009

Decisiones de Vida y Muerte

Ramona Vargas, esposa del jugador de béisbol Yorkis Pérez y residente de Santo Domingo, tuvo que lidiar como nunca con sentimientos encontrados el lunes 12 de noviembre de 2001. Estaba contenta de que su esposo pronto iba a firmar un importante contrato de las Grandes Ligas. Pero estaba triste por la muerte de la abuela de Yorkis y porque él había decidido no hacer el viaje a la República Dominicana para el entierro debido a que su madre le había dicho que se quedara en Nueva York para firmar el contrato, que ella y su hermana lo representarían. Fue en ese estado de ánimo que Ramona Vargas, camino al aeropuerto para recibir a su suegra Rosa Pérez de cincuenta y tres años y a su cuñada Johannie de dieciséis, escuchó la noticia.

La noticia era que poco después de despegar del Aeropuerto John F. Kennedy, el aerobús de American Airlines, vuelo 587 con rumbo a Santo Domingo, se había estrellado en un barrio residencial de Nueva York. Según el Listín Diario, en el accidente fallecieron 175 dominicanos, que junto con los demás que perecieron dejó un saldo de 265 muertos.

Ante esta terrible noticia los sentimientos de Ramona tuvieron más razón que nunca para estar en conflicto. Ahora estaba afligida por la inesperada muerte de su suegra y de su cuñada. Pero no podía dejar de estar agradecida a Dios por las circunstancias que impidieron que su esposo Yorkis tomara ese vuelo.

En la sala de espera del Aeropuerto Internacional Las Américas de Santo Domingo al que se dirigía Ramona Vargas, Güela Rodríguez también sufrió tremendos altibajos emocionales ese lunes. En avanzado estado de gestación, al principio sufrió un cruel descalabro emocional cuando escuchó la trágica noticia. Pero un rato después le sobrevino un ataque de histeria cuando vio aparecer a su madre, Carmen Pereira, y a su hijo Wilson de cuatro años, a los que daba por perdidos porque estaba segura de que ambos iban a bordo de aquel avión. Resultó que su mamá había hecho planes para tomar ese vuelo que partió de Nueva York, pero a última hora había optado por viajar con su nieto en otro vuelo que partió de Boston.1

Ese fatídico lunes la muerte tocó a la puerta de Rosa Pérez y de Johannie, así como de otros 173 dominicanos y de 90 personas más como consecuencia del accidente del vuelo 587, y se los llevó. Pero lo cierto es que tarde o temprano la muerte tocará también a la puerta de los pocos que se salvaron, así como tocará inevitablemente a la nuestra, y no dejará a nadie sino que nos llevará a todos, uno por uno. De eso no hay duda. Lo único que está en tela de juicio es el lugar en que hemos de pasar la eternidad. Más vale que decidamos hoy mismo preparar el viaje a la patria celestial para vivir eternamente con Cristo.


1«Dos de las víctimas iban a un entierro», La hora digital, Porlamar, Isla de Margarita, 29 nov 2001

Más Devocionales!