martes, 17 de marzo de 2009

Enemigo de si mismo

















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ENEMIGO DE SÍ MISMO



«La gasolina y la cerveza no ligan, muchachos», dijo Pablo Mirabito, joven de veintisiete años de Palm Beach, Florida, mientras guiaba su auto con mano firme y segura. La carretera se deslizaba veloz a su paso. Cruzó puentes sin disminuir la velocidad, pasó vehículos con destreza, y tomó las curvas sin hacer rechinar las ruedas. Y a cada rato repetía sonriente: «La gasolina y la cerveza no ligan.»


Por fin llegaron al lugar planeado para el picnic. Era un estanque de pesca, donde había cocodrilos. Una vez que llegó allí, Pablo se dio el lujo de beber cinco cervezas, una tras otra.


Con el alcohol subido a la cabeza, Pablo quiso pelear con uno de los cocodrilos. Así que se arrojó al agua y la emprendió a golpes con él. Pero el animal, que no había bebido cerveza, lo degolló de una sola dentellada. Sus amigos, que presenciaron horrorizados la escena, reflexionaron: «La cerveza y los cocodrilos tampoco ligan.»


Lamentablemente hay muchos que se creen capaces de jugar con el alcohol. Se jactan de poder beberse hasta diez cervezas o media botella de whisky. Hacen gala de su fortaleza física y siguen bebiendo aun cuando la nariz se les ponga roja, y venitas violetas se les formen en las mejillas y los ojos se les pongan vidriosos.


No se dan cuenta de que cada gota de alcohol que meten dentro del cuerpo es como un enemigo que se infiltra en una ciudadela fortificada. Ese enemigo se junta con otros, y en cualquier momento toman la ciudad. Ocurre algo así como cuando los griegos metieron su caballo dentro de la ciudad de Troya.


El alcohol, muy atractivo en la botella y en el vaso, así como en la astuta y pérfida propaganda comercial, se vuelve una sustancia tóxica tan pronto entra en el organismo. Corre rápidamente a posesionarse de las células cerebrales, que son células irreemplazables. Y una vez que se posesiona del cerebro, el individuo baja varios grados en la escala de su conciencia, su inteligencia, su razón y su moral. Y cuanto más bajo desciende, más peligro corre de cometer una locura que lo mate o que lo arruine.


Por eso dice el refrán: «Quien es amigo del vino, enemigo es de sí mismo.» Y por eso clama el profeta Isaías: «¡Ay de los que se consideran sabios, de los que se creen inteligentes! ¡Ay de los valientes para beber vino...!» 1 Más vale que acatemos esta advertencia del profeta bíblico, y que nos hagamos enemigos de lo que nos puede llevar a la ruina y seamos amigos más bien del que nos puede librar de cualquier vicio. Ese Libertador es Jesucristo, el Hijo de Dios y amigo de pecadores que dio su vida por nosotros para mostrarnos lo mucho que nos ama y que quiere ser nuestro amigo. 2


1.Is 5:21,22

2.Mt 11:19; Lc 7:34; Jn 3:16; 15:13



lunes, 16 de marzo de 2009

La vida es más que la Música

















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LA VIDA ES MÁS QUE LA MÚSICA


El programa incluía obras de Debussy, Chopin, Liszt y Rachmaninov, un programa difícil para cualquier pianista. Por eso Nicole Videu, de veintiséis años de edad, de Orleans, Francia, estaba nerviosa. Eminentes y severos críticos de la música estarían presentes para escucharla.

Nicole se sentó al piano. Sus finos y geniales dedos pulsaron el teclado. Pero a los dos minutos la traicionó una vieja afección nerviosa: el hipo. La joven no pudo continuar el concierto. Bañada en lágrimas, escapó de la sala y se encerró en su camarín. «Mi vida está arruinada», le dijo a su amigo Louis Trioux.

Al día siguiente hallaron su cuerpo inerte, y al lado del cuerpo una nota suicida que decía: «No puedo seguir viviendo. Mi vida está arruinada.»

¡Qué triste el caso de esta joven concertista francesa! Tenía por delante una brillante carrera musical, pero era excesivamente nerviosa. Cuando los nervios la dominaban, su tensión se traducía en hipo. Desde los diez años de edad sufría esa condición. Cuando le llegó el momento de dar el concierto que sería la oportunidad de su vida, la mató el fracaso.

Y aquí surge la pregunta: ¿Qué es más importante? ¿Triunfar en una carrera cualquiera, o la vida misma? ¿Acumular millones para disfrutar de la buena vida, o la vida misma? ¿Cosechar triunfos y llegar a ser grande en la vida, o la vida misma? ¿Comprar tierras, casas, autos, yates, negocios, pensando que ese es el triunfo en la vida, o la vida misma? En pocas palabras, ¿qué vale más: todo lo que uno puede adquirir en la vida, o la vida misma?

La vida misma, el alma humana, es más importante que todo lo material, toda posesión y todo triunfo que se pueda disfrutar. El divino Maestro dijo: «¿De qué sirve ganar el mundo entero si se pierde la vida? ¿O qué se puede dar a cambio de la vida?» (Mateo 16:26).

El alma, ese fuero interno del ser humano, es la vida en esencia. Por eso «ganar el mundo entero» —la fama, el poder, los puestos de honor y los bienes materiales—, pero perder el alma, es la mayor desgracia que pueda ocurrirle.

No hay nada en la vida —ni bienes, ni títulos ni triunfos— que sea más importante que el alma. Si algo llega a serlo, o si por conseguirlo descuidamos el alma, lo perdemos todo.

Cristo es el que da vida verdadera. Rindámonos al señorío de Jesucristo y recibamos de Él, desde hoy mismo, la vida eterna. Esa es la única vida que vale.


domingo, 15 de marzo de 2009

Sobre las Alas de un Ave

















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«Sobre las alas de un Ave»


Las aguas del diluvio habían convertido en un pantano el valle de Oaxaca. Pero allí un puñado de barro cobró vida y comenzó a caminar. Lo hizo muy despacio, con la cabeza erguida y los ojos bien abiertos. No se iba a perder nada de lo que el sol hacía renacer en el mundo.

Al rato llegó a un lugar que apestaba, y vio un zopilote devorando cadáveres.

—Llévame al cielo —le pidió—. Quiero conocer a Dios.

Mucho se hizo rogar el zopilote. Estaban deliciosos los muertos. La cabeza del animal pedigüeño se asomaba para suplicar, y volvía a esconderse porque no soportaba el hedor.

­—Tú, que tienes alas, llévame a cuestas —le imploraba.

Fue tanta la insistencia que el zopilote abrió sus enormes alas negras, dejó que el impertinente animal se acomodara en su espalda, y emprendió vuelo.

A medida que atravesaban las nubes, el ingrato pasajero mantenía la cabeza escondida y exclamaba:

—¡Qué feo hueles!

El zopilote se hacía el sordo.

—¡Qué olor a podrido! —volvía a quejarse el desagradecido viajero.

Así continuaron hasta que el pobre pajarraco perdió la paciencia y se inclinó repentinamente, arrojando a tierra a su quejumbroso acompañante.

Si no murió del susto el patitieso volador, debió haber muerto del golpe que sufrió al estrellarse en una roca, pues lo que lo salvó se hizo pedazos. Pero Dios bajó del cielo y con gran maestría juntó los pedacitos, dejando que aquellos remiendos en el caparazón le sirvieran de recuerdo. 1

No es de extrañarse que en este simpático mito indígena de la América precolombina la tortuga anhelara ir al cielo. Eso lo desea todo el mundo, hasta los seres imaginarios. Ni debiera sorprendernos el que la tortuga pensara que hay que ir al cielo para llegar a conocer a Dios. Si Dios tiene su morada en el cielo, ése es el sitio lógico donde encontrarse con Él. Lo curioso de este caso es más bien el medio que se ingenió la tortuga para lograrlo: montada en un ave de rapiña. Pero ni aun eso debiera extrañarnos si lo comparamos con los medios que los seres humanos somos capaces de emplear en nuestra búsqueda de Dios.

Algunos intentamos conocerlo mediante las buenas obras, pensando que así ganamos su aprobación. Otros hacemos penitencias y repetimos interminables rezos convencidos de que así Él se ve obligado a premiar nuestra abnegación. Pero el único medio válido de llegar a la presencia de Dios en el cielo es Jesucristo su Hijo, y para conocer al Padre tenemos que conocer al Hijo y aceptarlo como nuestro Salvador. 2 Los que hemos puesto todo nuestro empeño en llegar a conocer a Dios a nuestro modo podemos, no obstante, cobrar ánimo. No importa que hayamos sufrido, cual mitológica tortuga, una tremenda caída en el camino. Porque Dios está dispuesto a bajar del cielo y juntar todos los pedacitos de nuestra vida, y remendar ese caparazón que es nuestro corazón.

1. Eduardo Galeano, Memoria del fuego I: Los nacimientos, 18a ed. (Madrid: Siglo XXI Editores, 1991), pp. 19-20.

2. Juan 14:6-7



















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Cadena Perpetua de contemplaciónPor. Hermano Pablo

Era un típico triángulo amoroso, triángulo que suele enmarcar tragedias. El esposo era Alfredo Millán, de Caracas, Venezuela. La esposa se llamaba Tina, y su amante, Benjamín. El triángulo se hizo trizas de una manera violenta.

Al regresar de su trabajo, Alfredo Millán descubrió el adulterio en su propia casa. Armado de un machete, decapitó al amante, metió la cabeza en un frasco grande con alcohol, y le dijo a la esposa: «Ahora podrás contemplar tu pecado toda tu vida.» Y puso el frasco con la cabeza en la mesita de noche de su infiel compañera.

Eso de «contemplar el pecado toda la vida» debe de ser un castigo terrible. Millán obligó a su esposa a ver la cabeza del amante en el frasco cuatro años seguidos.

Muchas veces imaginamos al infierno como un horno ardiente, un abismo en llamas, o como ollas de plomo derretido donde los pecadores se queman por la eternidad. Nadie sabe con exactitud cómo será ese castigo eterno, pero de seguro cada hombre y cada mujer condenados tendrán que contemplar para siempre el pecado que cometieron.

El que asesinó a un semejante tendrá que contemplar el cadáver. El que violó, robó, estafó, chantajeó, calumnió, o simplemente odió con el corazón, contemplará cada hora de cada día a la persona que perjudicó o el mal que hizo, y eso por los siglos de los siglos.

Si bien nadie sabe a ciencia cierta cómo será esa condenación, eso no quiere decir que haya duda de que tendrá lugar. Y tampoco hay duda de que nuestra memoria será aguda en medio de la condenación y a lo largo de ella, ni de que esa memoria mantendrá delante de nosotros, día y noche, las maldades que hayamos hecho.

Pero eso tampoco quiere decir que nadie tendrá que pasar irremediablemente por el sufrimiento de una condenación eterna. Para eso envió Dios al mundo a su Hijo Jesucristo. El pasaje más citado de la Biblia dice: «Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16). Cristo nos ofrece dos vidas. La una es una vida transformada, también llamada vida nueva, mientras todavía nos encontramos en esta tierra. La otra es vida eterna en lugar de condenación eterna. Todo lo que tenemos que hacer es entregarnos incondicionalmente a Él.



sábado, 14 de marzo de 2009

Muere Satanás

















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Muere Satanas

«Bebe esto», convidó Gabriela Alessandri, italiana de treinta y ocho años de edad. Y le dio a su esposo Talis Ritoridis, griego de cuarenta años, un vaso lleno de limonada. El hombre estaba cansado y acalorado. Aquel vaso de limonada era una delicia paradisíaca. Así que bebió medio vaso de un sorbo.

No pudo beber más de medio vaso, pues un malestar horrible le invadió todo el cuerpo y comenzó a sufrir convulsiones. La estricnina surtió efecto, y el hombre no tardó en morir en medio de fuertes espasmos. Tan pronto como Gabriela se cercioró de que su esposo había muerto, con toda frialdad puso sobre su cuerpo inerte un letrero que decía: «¡Muere, Satanás!»

He aquí otro caso de homicidio conyugal: una mujer que envenena a su marido para librarse de él. La policía que la detuvo concluyó que Gabriela seguramente tenía alteradas las facultades mentales. Los parientes del esposo alegaron que el demonio era ella.

Lo cierto es que aquel matrimonio no era feliz como Dios quiere que sea todo matrimonio bien constituido. Las peleas eran continuas; las infidelidades del esposo, frecuentes. En el ambiente del hogar había tensión, violencia contenida, como una bomba a punto de estallar.

Cuando la mujer no soportó más las infidelidades, los insultos, el maltrato, el desprecio y los golpes del marido, tomó la decisión fatal. Aprovechando una de esas típicas tardes calurosas de verano que se dan en Roma, le ofreció a su esposo estricnina disuelta en limonada, que el pobre bebió sin sospechar.

Un matrimonio no llega a ese trágico desenlace de un día para otro sino después de muchos días y de muchos años de continuo deterioro. Es el acto final, espantoso, de una larga serie de actos menores, compuestos de discordia, encono, rencor, desprecio y, sobre todo, infidelidad.

No todo matrimonio que comienza a tener problemas termina a merced de un vaso de limonada con veneno. Pero todo matrimonio que comienza a notar el deterioro de sus relaciones conyugales debe tratar de remediarlo cuanto antes.

Cuando Gabriela envenenó a su esposo, le puso por nombre «Satanás» porque estaba convencida de que él era como el diablo encarnado. Tal parece que sabía que Satanás quiere robarnos la paz, matar nuestro matrimonio y destruir la armonía en nuestro hogar. En cambio, no parecía saber que Dios está dispuesto a ayudarnos a recobrar la paz, la satisfacción conyugal y la armonía familiar. 1 Más vale que nosotros, a diferencia de Gabriela, le permitamos a Dios ayudarnos, encomendándole nuestra vida y nuestro matrimonio.



Preso Voluntario

















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«PRESO VOLUNTARIO»



—Puede salir en libertad —dictaminó el juez de La Paz, Baja California, México—. A causa de su buena conducta en la cárcel, he decidido abreviar su condena. Está usted libre para volver a su familia y comenzar una nueva vida.

Para sorpresa del juez, el preso rechazó el indulto.

—Señor juez —explicó—, me metieron aquí por narcotraficante, y la sentencia era justa; pero aquí en esta cárcel he tenido una experiencia espiritual que ha cambiado mi vida. He conocido a Cristo, y quiero finalizar mi condena aquí, para darlo a conocer a mis compañeros de prisión.

Esas fueron las palabras del preso, Ignacio Mancida.

Esta notable historia la cuenta Alejandro Tapia, arquitecto de la ciudad de La Paz, Baja California, que llegó a ser un denodado seguidor de Cristo. El señor Tapia comenzó a contar acerca de su experiencia con Cristo en la cárcel de su ciudad, y al poco tiempo hubo más de cuarenta presos que hicieron profesión de fe en Cristo como su Salvador. Entre ellos se encontraba Ignacio Mancida, que optó por quedarse en la cárcel para, a su vez, contarles a otros acerca de su conversión.

Hay en este mundo, como prueba irrefutable del deterioro de la humanidad, muchísimas cárceles, penitenciarías, reformatorios y prisiones. Hay también muchas clases de presos. Presos injustamente encarcelados. Presos que muerden de rabia los barrotes de su celda. Presos por asaltos y homicidios. Presos políticos. Y presos para toda la vida. Pero presos voluntarios, que se quedan en la cárcel sólo para contarles a otros acerca de Cristo, hay pocos, muy pocos.

Hubo un tiempo célebre en la historia humana cuando los cristianos de Moravia que abrazaron la reforma religiosa del siglo dieciséis llegaron hasta a venderse como esclavos para proclamar la buena noticia de Jesucristo a otros esclavos. Tal era el amor que sentían por sus compañeros.

El apóstol Pablo padeció varios años de cárcel. Estuvo preso en Jerusalén, en Cesarea y en Roma por predicar el evangelio, y siempre aprovechó su estancia en la cárcel para predicar la libertad espiritual a los cautivos. Porque todos los seres humanos somos cautivos de lo mismo: del pecado.

Cristo todavía está redimiendo, tanto a hombres como a mujeres, de la cárcel opresora del pecado. Todos somos prisioneros, o del pecado, o de Cristo. Los que no han hecho de Jesucristo el Señor de su vida están en la cárcel del pecado. Fue por la urgencia del mensaje de libertad que Cristo les dijo a sus discípulos: «Vayan por todo el mundo y anuncien las buenas nuevas a toda criatura» (Marcos 16:15).



viernes, 13 de marzo de 2009

Curioso Funeral





























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UN CURIOSO FUNERAL


Desde que la tuvo en sus brazos por primera vez, la amó con toda la fuerza de su corazón. Le hizo las más delicadas ropitas. Le hizo también, con sus propias manos, una cunita preciosa, y le dio un nombre. La llamó Missy, un nombre inventado por ella misma.


Así la tuvo con ella durante cincuenta años. Cuando Missy llegó al fin de su existencia, casi destrozada por un perro, Lola Schaeffer, que la había amado tanto, le hizo un funeral que costó mil cuatrocientos dólares. Pero Missy no era una persona. No era ni siquiera un perro o un gato. Era una muñeca que Lola había recibido de regalo en la Navidad de 1941.


Casos como éste nos llevan a varias reflexiones. La primera es que todo amor desinteresado tiene algo de bueno y de noble. El amor de Lola Schaeffer por su muñeca fue uno de éstos. Como el amor es la esencia de la vida, todo amor puro es bueno.


La segunda reflexión es que parece un derroche inútil de dinero hacer un funeral tan caro sólo para una muñeca. Podrá decirse que el dinero era de Lola y que, por lo tanto, ella podía hacer lo que quisiera con él. No obstante, parece exagerado gastar mil cuatrocientos dólares sólo para enterrar una muñeca vieja.


Pero hay también una tercera reflexión. Muchas veces adoramos ídolos sin saberlo. Esta mujer hizo de su muñeca un ídolo, y la puso en el altar de su corazón. Vivió para ella y pendiente de ella toda su vida. Su muñeca valía para ella más que Dios, y era, por lo tanto, su dios.


Uno de los mandamientos del decálogo de Moisés dice: «No te hagas ningún ídolo, ni nada que guarde semejanza con lo que hay arriba en el cielo, ni con lo que hay abajo en la tierra, ni con lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te inclines delante de ellos ni los adores. Yo, el Señor tu Dios, soy un Dios celoso» (Éxodo 20:4‑5).


Hacer de cualquier objeto material, tenga la forma que tenga, la pasión de la vida, es desvirtuar el gran mandamiento de Dios. La Biblia enseña que sólo Dios, creador del cielo y de la tierra, merece toda lealtad, alabanza y adoración. Cualquier objeto, ya sea de piedra, de metal o de carne y sangre, si nos arranca más interés y tiempo e inversión de lo que le damos a Dios, es un ídolo. Coronemos solamente a Jesucristo como el Dios de nuestro corazón. Sólo Él puede corresponder con amor, compasión y paz.




Aprovechando la Agonía

















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«EL PROVECHO DE LA AGONÍA»



La tragedia ocurrió de noche en una de las capitales más grandes del mundo. Joseph Hawkins, de veintiún años de edad, se encontraba en el patio de su casa cuando lo mataron a tiros desde un auto que pasó velozmente. Se suponía que el joven había tenido vinculación con alguna pandilla de muchachos de la comunidad, aunque esto no pudo comprobarse. Fue un gran dolor para toda la familia.


La madre de Joseph, Loma Hawkins, quien no se amilanó ante su muerte, lanzó un programa de televisión que tituló «El provecho de la agonía», en el que invitó a todas las madres que habían pasado por una experiencia similar a venir a exponer ante las cámaras su sentir. El proyecto comenzó a tomar auge.


No obstante, dos años después la tragedia golpeó por segunda vez el hogar de Loma. Un segundo hijo, Geraldo, de diecisiete años de edad, fue asesinado en idéntica forma. El dolor para Loma fue casi insoportable. Pero al preguntarle si seguiría con el programa, ella respondió con énfasis: «Sí, y ahora con doble razón.»


He aquí una madre doliente y sufrida, pero noble, valiente y determinada, que tomó su desgracia como algo inevitable, y dándole vuelta al dolor, lo usó para lanzar un proyecto que tenía el fin de cambiar el destino de su comunidad. En la zona donde ella vivía, ese tipo de homicidios ocurrían a diario. El esfuerzo de esta mujer contribuyó a cambiar la situación.


El comentario de ella fue: «Espero abrir camino, poco a poco, en la conciencia de todo adolescente que, por tener un auto potente y un arma de fuego en la mano, se cree con derecho a matar al que se le ocurra.»


Ante desgracias como ésta, la reacción del doliente toma uno de dos cursos: o sume a la persona destrozada en una profunda depresión de la cual no encuentra, ni desea encontrar, salida, o reacciona como lo hizo Loma Hawkins, quien ante el terrible dolor de ver a su hijo muerto a balazos, alzó la vista al cielo y dijo: «Señor, ayúdame a encontrarle algún provecho a esta tragedia.»


Ella no sólo se permitió hallar consuelo y fortaleza, sino que actuó inmediatamente en auxilio de otros. Y en su dolor, usó su agonía para lanzar un proyecto con el fin de cambiar a su comunidad.


En medio de la desesperación, podemos pedirle a Dios gracia para llenar primero nuestro propio corazón con amor y perdón, y luego para ayudar a otros que tienen aflicciones afines. Él es más grande que toda tragedia, y puede cambiar en provecho lo que es desastre. Dios sólo espera que acudamos a Él.





jueves, 12 de marzo de 2009

El Fin Merecido
















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El Fin Merecido

Sharon Spradlin, de Quebec, Canadá, bebió una infinidad de copas y se quedó dormida en un rincón del bar, como era su costumbre los viernes por la noche. No se despertó hasta la madrugada, cuando el establecimiento ya había cerrado.

Sharon quiso salir por una ventana, así que se subió a una silla y pasó la cabeza entre el marco y la hoja. Pero ella pesaba 105 kilos. La silla se quebró bajo los 105 kilos de peso de la mujer, y Sharon quedó colgando, con el cuello aprisionado por la hoja de la ventana. Murió asfixiada. Al día siguiente los clientes comentaron: «Sharon se buscó esa muerte».

Con frecuencia decimos lo mismo al oír del caso de una persona que ha tenido una muerte trágica debido a su imprudencia o a su vicio, o de un joven que corre a la loca en su motocicleta, o de un temerario que le gusta nadar en aguas infestadas de tiburones, o de un corajudo que salta en paracaídas y lo abre a sólo 200 metros del suelo. Si se matan en esas circunstancias, decimos: «Se merecía esa muerte.» Pero Dios no quiere que nadie muera trágicamente. Si se produce una muerte trágica, o terrible, o absurda o innecesaria, no es porque Dios la quiera o la mande sino porque las imprudencias y los desatinos, y muchas veces los vicios destructivos, pueden tener consecuencias mortales.

Es importante que entendamos que Dios no desea el mal para nadie. Él no impulsó a Sharon a que se emborrachara esa noche, ni a que se durmiera en ese rincón oscuro. Tampoco hizo Dios que se quebrara la silla bajo su peso, ni fue Él quien la colgó de esa ventana entreabierta. Fue Sharon misma la ejecutora de esa secuencia fatídica de hechos que culminaron en su muerte.

Somos nosotros mismos los que nos acarreamos la gran mayoría de las situaciones adversas de la vida, y eso sin que lo hayamos querido ni nosotros ni Dios.

¿Cual entonces es la solución? Cambiar las acciones que producen esas circunstancias. Pero ¿cómo podemos cambiar? ¿Cómo podemos ser diferentes? Jesucristo, el Hijo de Dios, dijo que «vino a buscar y a salvar lo que se había perdido» (Lucas 19:10). Eso que se ha perdido somos nosotros. Si le pedimos a Cristo que entre en nuestro corazón, Él nos cambiará con su poder divino.

miércoles, 11 de marzo de 2009
















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¿Y quién prendió el TV?

Era un día normal. Los radioyentes del programa Hoy por Hoy escucharon el saludo de Iñaki Gabilondo, como lo hacían todos los días laborables:

—Buenos días, son las siete de la mañana, jueves 11 de marzo.... Hoy es el Día D menos tres. Estamos a menos de 48 horas de que finalice la campaña. El domingo, ¡a votar!... La pelea sigue estando encarnizada... parecen posibles casi todos los resultados...

Luis Garrudo, el portero de Infantado 5, volvió a ver desde su portal la furgoneta blanca Renault de la que hacía unos minutos se habían bajado unos individuos sospechosos. No sabía que debajo del asiento del copiloto había un trozo de un cartucho de dinamita y siete detonadores, acompañados de una cinta magnetofónica en la que se recitaban los versos del Corán: «En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso».

En el corredor de Alcalá de Henares los trenes del AVE (Alta Velocidad Española) circulaban puntualmente durante la hora de mayor afluencia de pasajeros, un tren cada cinco minutos. El tren de las 7:00 estaba entrando en Atocha. El de las 7:05 se encontraba a medio camino. El de las 7:10 se aproximaba a El Pozo. El de las 7:15 acababa de entrar en la estación de Santa Eugenia. Los cuatro conformaban un convoy cargado de seis mil personas y catorce bombas: los trenes de la muerte.

De pronto, en la radio Cadena SER, Miguel Ángel Oliver anunció:

—A la actualidad de Madrid se suma una última hora. Iñaki, ¿qué sabemos?

Iñaqui respondió en directo, leyendo pausadamente:

–Ha habido una explosión hace unos minutos en las vías del AVE...

Eran las ocho menos ocho minutos de la mañana.

El pueblo español no sólo grabó en la memoria la cifra de casi doscientos muertos y dos mil heridos de aquel crimen contra la humanidad, sino también los rostros y los nombres y apellidos de las inocentes víctimas. Entre ellas están Félix González Gago, subteniente del Ejército del Aire, de cincuenta y dos años, que tomó el tren ese día sólo porque perdió el autobús acostumbrado; como también Juan Antonio Sánchez Quispe, peruano de cuarenta y cinco años, limpiador de cristales, que sólo quería ahorrar el dinero necesario para comprarse una furgoneta y así no tener que depender más del tren. 1

«¡Ojalá ninguna de las víctimas hubiera tenido que depender del tren aquel aciago jueves!», pudiéramos lamentarnos al oír esto. Irónicamente, de pensar así estaríamos empleando la única frase que recibimos de los árabes, a pesar de que éstos residieron ochocientos años en España. «Ojalá» es casualmente la adaptación fonética al español de la frase arábiga que significa «Quiera Alá» o «Quiera Dios», 2 y sin embargo es precisamente la frase o palabra que menos se justifica emplear con relación a un acto despiadado como el de aquel 11 de marzo.

Es una injuria atribuirle a Dios autoría alguna de semejante matanza. Y es el colmo del descaro perpetrar tal genocidio «en el nombre de Dios», precisamente porque Él es «clemente» y «misericordioso» por naturaleza. Por eso a Jesucristo, el Hijo de Dios, que dio su vida por toda la humanidad, lo califica la Biblia, el Libro Sagrado de los cristianos, como el autor de la vida y no de la muerte. 3



1 Luis Gómez, Pablo Ordaz y Francisco Perejil, «Las crónicas del 11M» (Diario El País: Libros electrónicos ELPAÍS.es)
<http://www.losgenoveses.net/11M/lacronica_11m_h.pdf> En línea 9 ago 2004; Francisco J. Vázquez, «11-M: Homenaje a las víctimas—Comentario» <http://www.comentariosdelibros.com/come2004-2/book0121-2004.htm> En línea 9 ago 2004.

2 Roberto Cadavid Misas (Argos), Gazaperas gramaticales (Medellín: Editorial Universidad de Antioquia, 1993), p. 172.

3 Hechos 3:5

martes, 10 de marzo de 2009

¿Yqúién prendió el TV?
















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¿Y quién prendió el TV?

«¡Ya basta de Nintendo! —ordenó Carmen González—. Son las diez de la noche y es hora de acostarse.» Y la señora, de São Paulo, Brasil, apagó el televisor. Mandó entonces a sus tres pequeños —María, de siete años, Salvador, de ocho, y Roberto, de nueve— al reposo nocturno.

Cuatro horas después, a las dos de la madrugada, el televisor se encendió inexplicablemente, y el juego de Nintendo apareció en pantalla a todo volumen. Todos en el hogar se despertaron sólo para descubrir que se había producido un incendio en la casa. La pregunta que todos se hicieron fue: «¿Cómo se encendió el televisor?»

Este caso pertenece a ese orden de sucesos que no tienen explicación satisfactoria. Un televisor, con su juego de Nintendo, bien ruidoso por cierto, se encendió en la madrugada, al parecer él solo. Eso resultó providencial, porque dio aviso a todos del incendio que comenzaba.

Hace muchos años en Lima, Perú, ocurrió un caso parecido. Una joven señora llamada Marcelina, desesperada por el abandono de su esposo, pensó suicidarse. Puso un vaso de agua con veneno en la mesa de noche, pensando suicidarse inmediatamente, pero apagó el radio y se quedó dormida.

Durante la noche el radio se encendió —dice ella— él solo, y estuvo pasando anuncios de una conferencia cristiana que yo mismo iba a dar en Lima el día siguiente.

Marcelina, extrañada por ese suceso, fue a la conferencia, y ese día entregó su vida al señorío de Cristo. Hoy es una agradecida y feliz seguidora de Cristo.

¿Quién encendió el televisor de la familia González? ¿Quién encendió el radio de Marcelina? Mucho se puede especular, pero la familia González está convencida de que fue Dios. Y Marcelina siempre ha dicho que fue Dios. Al fin de cuentas, Dios es Bueno, y es también Todopoderoso.

Dios siempre ha enviado mensajes a la humanidad, y aunque en la gran mayoría de los casos se ha valido de medios naturales —como la prensa, la literatura, la radio, la televisión y las conferencias públicas—, de vez en cuando se ha valido de medios sobrenaturales.

No importa la manera en que Dios escoja llegar a nuestro corazón. Puede que éste sea el mensaje de Dios para nosotros. Lo que importa es que no rechacemos la invitación divina cuando la sintamos. ¿Será hoy?

lunes, 9 de marzo de 2009
















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Lagrimas de hombre

Habían sido amigos durante quince largos años. Era una amistad profunda. No eran de la misma raza. El uno era negro y tenía ojos negros. El otro era de tez clara y tenía ojos verdes. Pero se habían acompañado en todas las horas. Habían compartido el techo, la comida, las penas y las alegrías.

Un día Jesse Sanders, el hombre negro, se enfermó y murió a causa de la enfermedad. Albert, el que tenía ojos verdes, lo sintió tanto que no pudo soportar la pena, y de sus ojos verdes salieron lágrimas. Fueron lágrimas sentidas, cálidas. Lágrimas de pena. Lágrimas de hombre. Pero Albert no era hombre. Albert era un cocodrilo. Era la mascota del hombre negro de Texas. A los dos días de muerto Jesse, murió también Albert el saurio.

Cuando una persona derrama lágrimas falsas, se dice que vierte «lágrimas de cocodrilo». Parece que el cocodrilo vierte lágrimas cuando devora una presa. De ahí la mala fama que tienen esos saurios cuyo único pecado consiste en su dentadura formidable y su apetito feroz.

Por lo menos una vez, un cocodrilo derramó lágrimas de hombre. Lloró por el amigo muerto. Aunque era un cocodrilo, bestia feroz por cierto, supo manifestarle cariño al hombre negro que lo sacó del huevo y que lo crió en su casa desde que tenía sólo diez centímetros de largo. Y realmente lloró.

No tiene nada de malo, ni de indecente ni de vergonzoso que nosotros los hombres lloremos. La sociedad y la cultura dice que los hombres no deben llorar, que en el hombre eso es señal de cobardía. Pero no hay ni cobardía, ni flaqueza, ni infantilismo en las lágrimas de un hombre. Al contrario, manifiestan sentimiento, alma, conciencia y corazón.

Jesús lloró. Lloró ante la tumba de su amigo Lázaro, pero ante todo lloró sobre Jerusalén al ver en aquella ciudad tanta decadencia moral y espiritual. El apóstol Pablo también lloró. Lloró al ver la insensatez de la gente y lloró porque los ministros religiosos de su tiempo adoraban más su vientre que a Dios.

Sería bueno que nosotros lloráramos. Que lloráramos ante la desgracia del pecado humano, ante el desastre de la decadencia moral, ante la tragedia de la injusticia del hombre. Sería bueno que vertiéramos lágrimas de dolor, lágrimas de angustia, lágrimas de arrepentimiento, lágrimas de hombre. Esas lágrimas pueden producir para nosotros una nueva vida.

domingo, 8 de marzo de 2009

Culpa del Alcohol
















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Culpa del Alcohol


Caía una nevada espesa sobre Nuuk, caserío de esquimales en una región de Groenlandia de por sí cubierta de nieve casi todo el año. El viento helado arremolinaba los copos, y sobre los techos de las casas había treinta centímetros de nieve.

Era día de fiesta, por lo que Aavard Maalik y cinco compañeros consumían una enorme cantidad de licor. Afuera la temperatura estaba por debajo de cero grados, pero en el cuerpo de los seis hombres había fuego, fuego del licor que venden los blancos. Había también, en el fusil de Aavard, plomo, plomo del que también venden los blancos. Y nieve y fuego y plomo se unieron para producir la tragedia.

El joven esquimal, de apenas dieciocho años de edad, disparó contra sus compañeros, sin razón aparente, matando a los cinco en un solo instante. «No era más que una fiesta —declaró Lara Heilman, inspector de policía—, y todavía no sabemos las verdaderas causas de la tragedia. Debe de haber sido el licor.»

Se sabe que el alcohol en las venas es siempre fuego. No importa si se bebe en una selva tropical o en las estepas heladas de Siberia. No importa si se toma en una fiesta elegante del gran mundo o en una reunión pueblerina de compadres. El alcohol es siempre fuego cuando se mete en las venas.

¡Qué interesante la forma en que se explica una tragedia causada bajo la influencia del licor! «Fue el licor», dicen; o: «Fue por las muchas botellas de cerveza»; o: «Es que había ingerido mucho alcohol»; o: «Fue el guaro, o la tequila, o la caña.»

No importa el nombre de la bebida ni la clase de fiesta. Donde quiera que se ingiera alcohol, se ingiere fuego. De allí nacen los crímenes pasionales, los accidentes de carretera, las violaciones de niñas (a veces por el propio padre), y todas las locuras y depravaciones del hombre. Lamentan los hombres sus tragedias, pero siempre los acompaña la excusa: «Fue a causa del alcohol.» ¿Hasta cuándo ha de durar esta ignominia?

Difícil es detener el tráfico de alcohol a escala mundial, pero podemos detenerlo en nosotros mismos. No tenemos que tomarlo, ni en las fiestas de oficina, ni en nuestro hogar ni a solas. ¡No tenemos que beberlo! Hagamos de Jesucristo el Señor de nuestro trabajo, de nuestro hogar, de nuestra vida, de nuestro corazón. Él puede y quiere darnos la fuerza para vencer el vicio del alcohol.

sábado, 7 de marzo de 2009

Carceles Propias
















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Carceles Propias

Paysandú, Uruguay, una hermosa ciudad moderna y progresista, ubicada en la margen oriental del río Uruguay y reflejada día y noche en sus mansas y verdes aguas, tenía un problema. Acababa de inaugurar su nueva cárcel, pero no tenía ningún preso para encerrar en ella. El alcalde inauguró el edificio con una ceremonia muy solemne, y pronunció un encendido discurso. Lo único que faltaba —se lamentó el alcalde— era alguien que estrenara las cómodas y limpias celdas. Se citaron diversos nombres de delincuentes conocidos —ladrones, asaltantes, estafadores, cuatreros—, pero no se encontró ningún candidato apropiado.

Luego sucedió una de las ironías de la vida. En pocos días se descubrió en la ciudad un gran contrabando de automóviles en el que estaba implicado el alcalde mismo. ¿Quién hubiera pensado que aquel hombre que inauguró la cárcel habría de ser el primero en estrenarla?

Los seres humanos continuamente fabricamos cárceles en las que nos encerramos nosotros mismos. Bien lo dijo Amado Nervo: «Cada día remachamos un eslabón más de la cadena que ha de aprisionarnos.»

Una de las cárceles más nefastas en la que nos encerramos es la del miedo. Algunos tememos a la enfermedad y a la muerte prematura sin saber siquiera si tal vez pasemos toda la vida sin tener que sufrirlas. ¿Qué ganamos con semejante temor? ¿Acaso no nos priva de la paz interior, aprisionándonos en una celda de preocupación constante? Cristo tenía toda la razón cuando dijo: «¿Quién de ustedes, por mucho que se preocupe, puede añadir una sola hora al curso de su vida? ... Por lo tanto, no se angustien por el mañana, el cual tendrá sus propios afanes. Cada día tiene ya sus problemas.» 1

Aun en el peor de los casos no tenemos que temer. Si Dios permite que nos enfermemos o que muramos prematuramente, tanto la enfermedad como la muerte prematura pueden ser experiencias que nos liberen de las preocupaciones temporales de esta vida y nos lleven a concentrar nuestra atención en un porvenir eterno.

Así que en lugar de permitir que el temor a la enfermedad y a la muerte nos aprisione, encerrándonos en una cárcel como la de Paysandú, permitamos más bien que el amor de Dios, amor perfecto que echa fuera el temor, 2 nos libere de ese temor y nos lleve a estrenar una vivienda espaciosa como la que Dios nos tiene preparada más allá de la muerte, en la nueva Jerusalén. Allí vivirá Dios en medio de nosotros, y no habrá muerte, ni llanto, ni lamento ni dolor. Pues como Dios mismo dice proféticamente en calidad de Alcalde de aquella ciudad santa: «¡Yo hago nuevas todas las cosas!» 3



1 Mateo 6:27-33

2 1 Juan 4:18

3 Ap 21:1-5 1 Juan 14:1-3


jueves, 5 de marzo de 2009

Bolsillo traidor



























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Bolsillo traidor


El acusado se irguió desafiante. Echaba chispas por los ojos. Tenía las mejillas arrebatadas. Los puños se le cerraban hasta casi clavar las uñas en las palmas, y las venas del cuello se hinchaban de la ira.

«¡Regístreme nomás, Señor juez, regístreme!» La escena ocurrió en un tribunal de Michigan, en los Estados Unidos. Se acusaba a Peter Larsoni de tener en su posesión cocaína. Mientras hablaba, se quitó la chaqueta de cuero y se la extendió al juez. Con ese movimiento cayó de la chaqueta una bolsa plástica con medio kilogramo de cocaína. No hubo necesidad de más prueba.

Las palabras pueden a veces alegar fuertemente nuestra inocencia, pero cuando somos culpables, siempre hay algún detalle que nos delata.

Hay hombres que, como en el caso de Peter, protestan su inocencia mientras esconden en un bolsillo una carta perfumada. Cuando la señora muestra esa carta, ya no hay juramentos ni lágrimas ni explicaciones que valgan.

«No hay crimen perfecto», dicen los criminólogos. Siempre hay un detalle delator: un pelo en la solapa, una uña cortada, una brizna de tabaco, una diminuta manchita de colorete. Estos bastan para dar la pista por la cual se descubre nuestro crimen.

«El diablo hace las ollas, pero no las tapas,» dice un viejo refrán español, ¡y qué cierto es! Un hombre violó y mató a una pequeña de ocho años de edad. Nunca se descubrió el caso, es decir, hasta que la propia hija del criminal, veinte años después, lo denunció a la policía y aportó la prueba que lo mandó a la cárcel.

En cierta ocasión Jesucristo pronunció las siguientes palabras interesantes: «No hay nada encubierto que no llegue a revelarse, ni nada escondido que no llegue a conocerse. Así que todo lo que ustedes han dicho en la oscuridad se dará a conocer a plena luz, y lo que han susurrado a puerta cerrada se proclamará desde las azoteas» (Lucas 12:2‑3). Tarde o temprano, algo delata nuestro crimen. Nada queda escondido para siempre. Si los detectives fallan, alguna confianza que hemos tenido con alguien nos descubre. Y si eso tarda, nuestra propia conciencia nos descubre. Como quiera, «no hay nada encubierto que no llegue a revelarse».

Confesemos nuestra culpa hoy mismo. El divino Maestro quiere limpiar a fondo nuestra vida. Quiere hacerla más clara que el agua, más blanca que la nieve. Quiere hacer de nosotros nuevas criaturas.

miércoles, 4 de marzo de 2009

Lo Ultimo en contrabando de drogas
















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Lo Ultimo en contrabando de drogas

Todos los pasajeros bajaron del avión en San Juan, Puerto Rico. Eran más de doscientos. Entre ellos iba un joven de veintitrés años. Caminaba penosamente. Sus piernas parecían dolerle mucho. Cada paso le era una agonía.

Abordado por los guardias del aeropuerto, le preguntaron a dónde iba. «Soy buzo –ó–, y me dirijo a San José, Costa Rica.» Pero su pasaje de avión decía «Madrid, España». Por esta discrepancia y por su forma de andar, le revisaron las piernas. Tenía dos heridas sumamente infectadas.

En el hospital, bajo la custodia de la policía, le abrieron las costuras, malamente hechas, y le hallaron en cada herida una bolsa de plástico con medio kilo de cocaína. Roberto O'Neill había hallado otra manera de pasar contrabando: cocaína entre los músculos de las piernas.

El contrabando se cuenta entre las profesiones más antiguas de la tierra. Mientras haya fronteras, gente codiciosa y gente audaz dispuesta a arriesgar revisión, y mientras se puedan comprar cosas baratas, habrá contrabando.

Los contrabandistas de drogas que operan en casi todas las fronteras de América y Europa se cuentan entre los más avezados, astutos, arriesgados y audaces del mundo. Pero Roberto 0'Neill les ganó a todos, aunque su ingenio casi le cuesta la vida.

Hay quienes escriben en su vida páginas negras. Como que no advierten ni el peligro que esto les acarrea ni el daño que su avaricia les produce a los demás.

Sin embargo, las leyes humanas de moralidad y justicia son también las leyes divinas de moralidad y justicia. Y si la ley humana no siempre alcanza con el brazo al que delinque, la ley divina sí, tarde o temprano, alcanza a todo el que la viola. El que no sea juzgado en esta vida, tendrá que serlo ante el Legislador eterno.

Hoy, mientras todavía tenemos vida y no hemos tenido que vernos cara a cara con el Legislador divino, rindámonos a Cristo. Él quiere y puede librarnos de escribir más páginas negras de miseria, dolor, delito y destrucción. Cristo regenera, transforma, cambia y salva. Él quiere ser nuestro Salvador.


martes, 3 de marzo de 2009

Sin Respuesta
















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Sin respuesta...

Se escuchaba el repicar de las campanas de bronce llamando a misa. La iglesia del Sagrado Sacramento, de Westminster, California, se iba llenando de fieles. La misa estaba ya por comenzar. Cerca de allí se oyó el rechinar de las ruedas de un auto que frenó estrepitosamente frente al templo. Era Claudia Quiñones que llegaba con toda su familia: su madre, su hija de catorce años de edad, su hijo de doce, y la pequeña Estefanía, de año y medio. Todos bajaron del auto.

Claudia, en su apuro, dio marcha atrás para buscar estacionamiento. Al hacerlo, sintió que la rueda trasera del vehículo pasó sobre un bulto. No fue sino hasta que se bajó del auto que se dio cuenta, angustiada y aterrada, de que era su propia hijita, la pequeña Estefanía. La niña murió en el acto. Las setecientas personas que había en la iglesia ni cuenta se dieron de la tragedia.

El sacerdote James Hartnett, cura párroco de la iglesia, comentó más tarde: «No tenemos respuesta para esto.»

Ante tragedias de esta naturaleza, todos comprendemos las palabras del sacerdote Hartnett: «No tenemos respuesta para esto.» Fue un golpe tan brutal, una manifestación tan imprevista y tan inhumana de esta vida cruel, que la mente se ofusca y se declara impotente para hallar una respuesta que tenga sentido. El dolor de la tragedia oculta toda explicación razonable.

Por qué ocurren desgracias como esta? ¿Por qué niños inocentes tienen que morir de una manera tan horrible? ¿Qué pecado o maldad puede haber en una familia —cualquier familia de cualquier lugar— para que sufra tan tremendo golpe?

¿Castigo de Dios? No. ¿Ataque del diablo? Tampoco. ¿Manifestación atroz de la ley del Karma? Menos. ¿Destino ciego que no toma en cuenta ni edad, ni género, ni condición ni sentimientos? Si no, entonces ¿qué acarreó esta desgracia?

Tal vez fuera el resultado de una acumulación casual de circunstancias adversas, o de alguna imperfección en la parte mecánica del auto, o de error e imprevisión humana. No lo sabemos. Pero hay algo que sí sabemos: Cuando tenemos fe en Jesucristo, tenemos quien nos consuele tras una tragedia. Cristo es nuestro Salvador y Pastor. Él lleva nuestras cargas, llora nuestras lágrimas y sana nuestras heridas. Pero su ayuda no termina allí. Él nos da una esperanza viva y verdadera del futuro, cualquiera que sea nuestro presente.

Esta vida no lo es todo. Hay algo más allá de la muerte. Y en esa eternidad tendremos dos opciones: recibiremos las respuestas que no pudimos comprender en esta vida, o ya no nos importará el oscuro pasado sino sólo el brillante futuro que tenemos por delante.


Más Devocionales!