viernes, 6 de febrero de 2009

Huellas condenatorias
















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Guillermo de Palma salió del trabajo y se encaminó hacia su hogar. Era casado y tenía tres hijas. Al acercarse a la casa, vio varios automóviles parados frente a ella. Primero pensó que eran vendedores, pero luego se dio cuenta de que eran varios hombres que empuñaban pistolas.

Antes que pudiera reaccionar, los hombres lo rodearon y le dieron una orden de arresto.

—¿Qué pasa? ¿Qué están haciendo? —les preguntó entre espantado y asombrado.

—Se le acusa de haber asaltado y robado el Banco Mercury de Buena Park —le contestaron.

Atado y esposado, Guillermo apenas pudo despedirse de su esposa e hijas. Lo hicieron subir a uno de los autos y lo llevaron a la cárcel.

Posteriormente comenzó un largo juicio. Había una sola evidencia contra él. En unos papeles que se hallaron en el banco después del robo, aparecía una huella digital que era la de él. De Palma aseguró, gritó, clamó mil veces que era inocente, pero la evidencia era irrefutable. Esa huella digital era indiscutiblemente suya. Así que lo condenaron a quince años de prisión.

Guillermo de Palma nunca dejó de luchar por demostrar su inocencia. En dos años gastó más de veinte mil dólares. Eran todos sus ahorros más el dinero que le prestaron algunos amigos. Por fin, tras tanto luchar, un detective privado pensó que tal vez había habido una falsificación de huellas digitales, algo nunca antes ocurrido en la historia del crimen. El detective pasó meses buscando pruebas y haciendo peritajes, hasta que descubrió que cierto individuo, pagado por los verdaderos ladrones, había falsificado hábilmente las huellas digitales de Guillermo. El caso fue examinado minuciosamente y la inocencia de Guillermo de Palma quedó plenamente demostrada, así que el juez ordenó que lo pusieran en libertad.

¡Qué asombrosas son las huellas digitales! Ellas nos delatan, nos incriminan y nos condenan. Pero hay otras huellas que también nos condenan. Son las huellas del pecado del alma, y de éstas todos somos culpables. ¿Quién aboga por nosotros? ¿Quién defiende nuestra causa?

Para la gran culpa del pecado hay un defensor seguro. Él no nos defiende con palabras. Su defensa es su misma vida. Él pagó con su sangre el precio de nuestra libertad. Entreguémosle nuestra causa al Hijo de Dios. Todo ya está pagado. Sólo tenemos que decirle: «¡Gracias, Señor Jesucristo!»

Más Devocionales!