domingo, 31 de enero de 2010

FUEGO SALVADOR


Don Juan era un anciano de setenta y cuatro años que participó cuando joven en la guerra del Paraguay. El gobierno lo encargó de un trabajo de medición poco tiempo después de la campaña del general Roca contra los indios. Como el trabajo era peligroso, uno de los jefes expedicionarios le envió quince soldados aptos para medir la tierra y para defenderse del enemigo.

Los veinte que componían el convoy de carretas y animales trabajaban de día. Para dormir más tranquilos, de noche hacían campamento rodeados por las carretas unidas con lazos. Se suponía que al centinela lo mantendría despierto el peligro de un ataque sorpresivo.

Una noche los indios les cayeron en número crecido, pero en lugar de atropellarlos, se contentaron con incendiar el pajonal. No demoraron las llamas en alumbrar aquel sitio. Los soldados temblaban de miedo. ¡Estaban a punto de morir asados!

De pronto don Juan recordó la laguna donde el día anterior les habían dado de beber a los animales. Dio la voz, y sus hombres se echaron a correr. Impulsados por el calor que les picoteaba el cuerpo, llegaron en tropel al agua luminosa y se tiraron de cabeza. Al ver llegar las llamaradas, se sumergieron para evitar quemarse la cara. Pero pronto se dieron cuenta de que las llamaradas se demorarían en su paso por la laguna, y que la única defensa que les quedaba era zambullirse una y otra vez, conteniendo el aliento hasta sentirse reventar o hasta sentir que el fuego se alejaba.

Al amanecer salieron del agua, colorados como flamencos y sin embargo tiritando de frío. Con todo, no podían dejar de reírse al pensar que el fuego encendido para su muerte los había salvado al ahuyentar a los indios.

¡Por algo será que a este cuento el popular autor argentino Ricardo Güiraldes le pone por título «Puchero de soldao»!1 Aunque no sea tan evidente, también nosotros los casados tenemos a un enemigo que nos amenaza con fuego. Ese enemigo es Satanás, y el fuego es el de las malas pasiones, que conducen al adulterio. Cuando ese «matamatrimonios» amenaza con quemarnos vivos, debemos correr al agua que es nuestro cónyuge. No dejemos que el fuego consuma nuestro matrimonio; más bien, pidámosle a Dios que nos ayude a apagar las llamaradas de las malas pasiones2 con el agua protectora de ese ser amado a quien le juramos lealtad para toda la vida. Así, al igual que don Juan y sus hombres, veremos la frustración de los planes del enemigo. Porque ese fuego que ha encendido para matar nuestro matrimonio no nos consumirá, sino que nos salvará, pues hará que nos acerquemos a nuestro cónyuge y con eso alejará de nosotros a Satanás, el enemigo de nuestra felicidad conyugal.


1Ricardo Güiraldes, Cuentos de muerte y de sangre (Buenos Aires: Editorial Losada, 1978), pp. 31-33.
2Ro 7:5-6; Col 1:21; 2Ti 2:22

jueves, 28 de enero de 2010


Oskar y Janet Sinclair, feliz pareja de recién casados, se despidieron de los invitados y partieron para el aeropuerto. Su luna de miel había de ser en Alaska, el estado de intensos cielos azules, de aguas heladas y de nieves perpetuas.

Llegaron a Anchorage, la capital, y a la mañana siguiente hicieron su primer paseo. Al ver un hermoso prado verde, decidieron correr hacia él. Lo que no sabían era que ese bello tapiz vegetal era, en realidad, arenas movedizas, esa peligrosa sustancia de arena suelta, mezclada con agua, que tiende a chupar hacia adentro cualquier objeto que la pisa. Fue así como desaparecieron lentamente en el aguado suelo. Murieron abrazados, al segundo día de casados, en un húmedo lecho de arenas movedizas.

Esta es una historia triste, aunque no del todo. Dos personas que se habían jurado amor eterno murieron sin haber nunca faltado a esos votos.

¿De cuántos matrimonios, hoy en día, se puede decir que terminaron sus días sin faltar a sus votos? La respuesta es asunto de estadística: de cada dos matrimonios, uno termina en divorcio.

El caso de Oskar y Janet se presta para varias reflexiones. Una es la ya mencionada. Fueron fieles el uno al otro hasta el fin de su vida. «Pero —objetará alguien— es porque murieron al día siguiente de haberse casado.» El que así piensa da a entender que lo único que asegura la fidelidad hasta la muerte es morirse tan pronto como se casa, pues los que viven algún tiempo juntos están destinados, tarde o temprano, al divorcio.

Es realmente triste, hasta deprimente, pensar que todo nuevo matrimonio se desbaratará, irremisiblemente, a los pocos días o años de casados. ¿Será esa una fórmula inevitable? ¿Acaso no existe un matrimonio feliz que sea duradero?

Claro que sí. Porque no todo matrimonio termina en divorcio. Es posible llevar una larga y feliz vida matrimonial. Los que hemos celebrado nuestras bodas de oro por haber permanecido casados más de cincuenta años —y algunos hasta más de sesenta años— podemos dar testimonio personal de eso. Cada año que pasa nos depara la oportunidad de reafirmar nuestro amor y nuestra felicidad.

Sin embargo, es necesario que haya una transformación y que esa transformación sea tan profunda que aniquile toda soberbia, rebeldía, orgullo y egoísmo. Cristo es el único capaz de transformarnos de ese modo. Pero tenemos que pedírselo. Él no transforma a nadie por la fuerza. Rindámosle nuestra vida a Cristo. Así en lugar de asegurar el fracaso de nuestro matrimonio aseguraremos más bien su triunfo.

domingo, 24 de enero de 2010

CORAZONES ENFERMOS


En Valparaíso, república de Chile, un hombre de apenas veintiocho años de edad, debido al rechazo de parte de la mujer a la que amaba, decidió quitarse la vida. El hecho no hubiera sido notable de no haber sido por una oferta que hizo el hombre. «Quiero que mi muerte no sea en vano —anunció—. Quiero dar mi corazón a una enferma que lo necesite.»

Había, por cierto, una mujer enferma del corazón que se encontraba en esos momentos al borde de la muerte, y un nuevo corazón podía haberle salvado la vida. Pero los médicos que la atendían rechazaron la oferta del decepcionado hombre y ordenaron que se le pusiera bajo vigilancia por tratarse de un posible suicida.

El hombre le había ofrecido a su amada el corazón, como lo hace todo hombre enamorado, pero decepcionado al no ser correspondido, se lo había ofrecido luego a otra. La oferta que le había hecho a su amada era, por supuesto, simbólica. «Mi corazón es tuyo», le había dicho. Sin embargo, para la enferma desconocida la oferta del corazón era física y por lo tanto real.

Es importante reconocer que este suceso fue noticia por la reacción desproporcionada del romántico hombre, ya que desde tiempos antiguos ha habido innumerables casos de rechazo por parte de una mujer hacia su enamorado. El hombre común y corriente, frente al rechazo de su amada, quiere mostrarle a ella que ha cometido un tremendo error. Pero en vez de determinar que será un hombre ejemplar de tanto éxito que ella, a la larga, se lamentará de haberlo rechazado, por lo general se deprime o se enoja y decide darle una lección.

En casos excepcionales parecidos al del hombre de Valparaíso, el hombre rechazado se hiere él mismo, al extremo de procurar suicidarse. En el peor de los casos hiere física, verbal o emocionalmente a la mujer que no lo acepta, al extremo de querer matarla. Pero en la mayoría de los casos el hombre rechazado, al igual que el hombre de Valparaíso, busca a otra mujer para ofrecerle su corazón quebrantado en un acto físico y no simbólico, sólo que a diferencia de aquel hombre chileno, no busca a una mujer enferma en lo físico sino en lo moral. Y lo hace para que su amada se dé cuenta de cómo lo ha obligado a lanzarse a los brazos de una mujer mil veces menos digna de su amor que ella.

Es precisamente a tal hombre al que le dirige la palabra el sabio maestro del libro de los Proverbios. «Dame, hijo mío, tu corazón y no pierdas de vista mis caminos —le aconseja—. Porque fosa profunda es la prostituta, y estrecho pozo, la mujer ajena.... No desvíes tu corazón hacia sus sendas, ni te extravíes por sus caminos, pues muchos han muerto por su causa; sus víctimas han sido innumerables. Su casa lleva derecho al sepulcro; ¡conduce al reino de la muerte!... Por sobre todas las cosas cuida tu corazón, porque de él mana la vida.»1


1Pr 23:26‑27; 7:25‑27; 4:23

jueves, 21 de enero de 2010

ENCIENDE MI FUEGO


Con insistencia pertinaz, agobiante, enervadora, las palabras salían del equipo estéreo: «¡Enciende mi fuego! ¡Enciende mi fuego! ¡Enciende mi fuego!» Éstas venían envueltas en obsesionantes compases de música rock. La obra era uno de los grandes éxitos de Jim Morrison. Y Anthony Fullbright, de veinticuatro años de edad, de Gainsborough, Inglaterra, escuchó tres días seguidos la misma canción.

De pronto, en un momento de arrebato, se roció con gasolina y se prendió fuego. Tanto había escuchado «Enciende mi fuego» que, en su locura, se inmoló.

He aquí otro caso que comprueba la tremenda influencia que la música rock ejerce en la mente de los jóvenes. Su ritmo aturdidor y la constante repetición monótona de palabras y frases actúan, primero, como un narcótico de la conciencia, para después incitar a la acción destructiva.

Jóvenes fascinados por la música y obsesionados por las palabras actúan según les manda la canción. Unos han salido con su auto a atropellar a personas. Otros le han prendido fuego a edificios. Otros han estrangulado a ancianitas. Otros han violado, sin misericordia, a niñas inocentes. Otros se han arrancado los ojos. Y otros aun se han tirado de altos edificios.

¿Habrá algún remedio contra música que apasiona a millones de muchachos y chicas en todo el mundo al extremo de enloquecerlos? Querer frenar su producción es como querer detener las cataratas del Iguazú con una mano. Tanto el tráfico de música rock y de drogas como el consumo de licor, el contrabando, la prostitución, el divorcio y el aborto son humanamente incontenibles.

Sin embargo, si bien no podemos detener todos los males del mundo, sí podemos salirnos de ellos. Quizá sea difícil, pero no es imposible. Así como es posible salirse de la corriente de un río torrentoso que se desborda, también es posible, con la ayuda de Dios, salirse de la vida del rock, de las drogas, de la prostitución y de todos los males sociales que destruyen la vida del joven.

Pero hay una condición. Librarnos de estos males y de sus consecuencias requiere acción de parte nuestra. Tenemos que entregarnos a Cristo. Con toda sinceridad tenemos que pedirle, desde el fondo del corazón, que nos salve y que nos ayude. Tenemos que decirle: «¡Señor, te necesito! ¡Ayúdame! ¡Sálvame!» Es entonces que Cristo viene en nuestra ayuda, y nos limpia, nos regenera, nos rescata y nos salva.

Jesucristo, el Hijo de Dios, puede hacerlo porque murió en nuestro lugar, y esa sangre que vertió por nosotros nos limpia de todo pecado.

lunes, 18 de enero de 2010

UNIDOS POR LA MISERIA


«... Toda la zona del arenal del dique, como toda la ciudad de Bahía, [pertenecía] a los Capitanes de la arena....

»... La ciudad comenzó a hablar de [aquellos] chicos vagabundos que vivían del robo. Nadie sabía el número exacto de los que así vivían. Serían unos cien y, de ésos, más de cuarenta dormían en las ruinas del... viejo depósito abandonado, en compañía de ratones, bajo la luna amarilla....

»... El Sem‑Pernas... quería... algo que lo hiciera feliz, que lo librase... de esas ganas de llorar que le venían en las noches de invierno.... una mano que lo acariciara, alguien que le hiciera olvidar su defecto físico con mucho amor, que le hiciera olvidar los... años que había vivido solo en las calles de la ciudad, hostilizado por los hombres que pasaban, empujado por los porteros, zurrado por los muchachos más grandes. Nunca tuvo familia. Había vivido en la casa de un panadero, al que llamaba padrino, que le pegaba buenas palizas.

»El día que comprendió que una fuga lo libraría, lo hizo. Sufrió hambre, y un día lo metieron preso.... Aquella noche en la comisaría... vigilantes borrachos le hicieron correr renqueando alrededor de una pieza. En cada rincón lo esperaba uno con un palo largo. Las marcas de las costillas ya habían desaparecido, pero en la parte interior nunca desapareció el dolor de esa noche....

»... Después encontró a los Capitanes de la arena... y se quedó con ellos.... Su corazón estaba lleno de odio. Confusamente deseaba tener una bomba... que arrasara con toda la ciudad.... Entonces se alegraría. O también, si alguien, posiblemente una mujer de cabellos grises y manos suaves, lo apretara contra su pecho, le acariciara la cabeza y lo hiciera dormir un buen sueño, un sueño que no estuviera lleno de los sueños con aquella noche en la comisaría. Entonces estaría alegre y no tendría odio en el corazón. Y no tendría más envidia ni desprecio....»1

Así nos presenta al patético Sem-Pernas el popular novelista brasileño Jorge Amado en su obra titulada Capitanes de la arena. Cuando apareció este polémico libro de Amado en 1973, el Estado Novo brasileiro confiscó la edición y mandó quemar centenares de ejemplares en la plaza pública. De modo que cuando volvió a aparecer el libro siete años más tarde, «constituyó un verdadero acontecimiento cultural», comentan los editores de Losada en la contraportada de su edición del 2006.

Gracias a Dios, ese «mundo de los niños abandonados, unidos por la miseria y empujados por una sociedad egoísta hacia los arenales del puerto, donde organizan su propia sociedad infantil, con toda la secuela de la delincuencia, pero rica también en solidaridad, inocencia y amor», como los describe la Editorial Losada, es el mismo mundo por el que el Padre celestial envió a su único Hijo Jesucristo a morir en la cruz del monte Calvario... solidario, inocente y amoroso.2 Y ese Hijo de Dios que dio su vida por todos los niños de la ciudad de Bahía, tanto los niños abandonados como los niños consentidos, es el mismo Cristo Redentor al que se le rinde homenaje con un monumento en el monte Corcovado, el Cristo que siente igual compasión y ternura por los niños de Río de Janeiro, del resto de Brasil, de Iberoamérica y del mundo entero.3


1Jorge Amado, Capitanes de la arena, trad. Estela dos Santos (Buenos Aires: Editorial Losada, 1973), pp. 30-31,41-42.
2Jn 3:16
3Sal 103:13; Mt 23:37; Lc 13:34

viernes, 15 de enero de 2010

EL VALOR DE LAS OBRAS DE ARTE


La señora Mary Lake, de Nueva York, tenía en su casa un antiguo cuadro al óleo pintado en Italia. Consultó a un experto en obras de arte, y éste le dijo que era una obra de escaso valor, y que lo vendiera por la cantidad que le ofrecieran.

La señora Lake llamó a un vendedor recomendado por el experto, y le encomendó la subasta del cuadro. En la subasta se vendió por la suma de 325 dólares.

Poco después se descubrió que era un cuadro legítimo pintado por Rafael, así que salió a la venta de nuevo, pero esta vez cotizado en varios millones de dólares. La señora Lake, convencida de que la habían estafado, presentó una demanda contra el experto en obras de arte, contra la empresa que hizo la subasta y contra el cliente que compró el cuadro, acusándolos a todos de asociación ilícita con el fin de despojarla de su cuadro.

Todavía se dan con frecuencia estos incidentes en el mundo del mercado de obras de arte. Por una parte, cuadros que tienen muchísimo valor se venden por unos cuantos pesos, y por otra, pinturas que no son más que imitaciones llegan a valer una fortuna.

Lamentablemente el hombre sufre no sólo de miopía intelectual sino también de miopía espiritual. A las cosas temporales les concede un valor fabuloso, mientras que a las cosas eternas les concede un valor insignificante.

En el mercado de las almas humanas, el gran estafador es también un experto, pero no en las bellas artes sino en las malas artes. Se trata del diablo, que compra a personas, como si carecieran de valor alguno, al bajo precio de promesas engañosas, haciéndoles creer que lo único que tiene valor es esta vida. Con sus artes seductoras logra que millones de personas le vendan el alma por unos cuantos años de diversión y placer.

Ahora bien, lo que tantas de estas víctimas de engaño no saben es que, al igual que la señora Lake, pueden entablar juicio contra su estafador recurriendo a la justicia, pero no a la justicia humana sino a la divina. De hacerlo así, comprenderían que Dios, que nos considera su creación suprema, siendo el más experto de todos, especialmente en nuestra condición humana, cree de todo corazón, a diferencia del diablo, que cada uno de nosotros tiene un valor incalculable. Dios nos valora tanto que envió a su único Hijo Jesucristo al mundo a morir en nuestro lugar a fin de darnos vida abundante y eterna.

Más vale que aceptemos esa oferta que nos hace Cristo. La oferta del diablo, que nos desprecia y nos menosprecia, conduce a la muerte, mientras que la oferta de Cristo, que nos ama y nos valora, conduce a la vida.

domingo, 10 de enero de 2010

SANGRE EN EL SALMO 20


Era el día 20 de enero de 1945, en el campo de batalla de Bulge, Alemania, durante la última contraofensiva alemana. Las bombas y los cañonazos sacudían el ambiente. Humo de pólvora y olor a sangre flotaban en el aire. Dentro de una trinchera, en medio del campo de batalla, Edward Jackson, soldado de las fuerzas de rescate, encontró una Biblia. Estaba abierta en el Salmo 20, y sobre las palabras del salmo había huellas digitales marcadas en sangre.

Los primeros dos versos del salmo dicen: «Que el Señor te responda cuando estés angustiado; que el nombre del Dios de Jacob te proteja.» Sin duda el soldado herido, dueño de la Biblia, había hallado consolación y aliento en esas palabras.

Jackson salió ileso con la Biblia, y de ahí en adelante trató de encontrar a su dueño, pero no lo consiguió. ¿Qué se hizo aquel joven herido? No se sabe. Tal vez haya muerto de sus heridas. Pero en aquella Biblia quedó su sangre con sus huellas digitales claramente impresas. Y las palabras del Salmo 20 quedaron como testimonio del valor moral y espiritual de la Palabra de Dios.

Aquel salmo dice más adelante: «Éstos confían en sus carros de guerra, aquéllos confían en sus corceles, pero nosotros confiamos en el nombre del Señor nuestro Dios. Ellos son vencidos y caen, pero nosotros nos erguimos y de pie permanecemos» (Salmo 20:7,8).

En sentido literal colectivo, estas palabras resultaron ciertas. Tras la batalla de Bulge, el tercer reich de Adolfo Hitler cayó, y las fuerzas aliadas se levantaron y permanecieron en pie.

Así mismo, en sentido figurado personal, estas palabras pueden ser ciertas en la vida de cada uno de nosotros. Si hay conflictos, tragedias, desgracias o calamidades en nuestra vida, Cristo está siempre presente para acudir al llamado de quienes invocamos su nombre.

Ahora bien, es posible que Dios se valga de la desgracia que nos está destruyendo para motivarnos a acercarnos a Él, sin haber enviado Él mismo la calamidad. Si le cerramos nuestro corazón, fracasaremos. En cambio, si clamamos a Dios en medio de nuestro dolor y creemos que cumplirá sus divinas promesas de ayuda y socorro, nos levantaremos y seguiremos marchando.

Cristo es un Salvador seguro. En tiempos de paz y de guerra, Él es Salvador. Así mismo, en tiempos de calma y de conflicto, Él es Salvador. Cristo nunca falla.

martes, 5 de enero de 2010

¿CUAL MANO TUVO LA CULPA?


Fueron dos manos juntas, dos manos de la misma sangre, unidas firmemente. Pero no eran manos unidas en oración. Esas dos manos empuñaban juntas un revólver. Y juntas dispararon el arma.

El problema del jurado era decidir qué dedo, de cuál mano, fue el que apretó el gatillo. Porque ambos hermanos, Jesse Hogan y su hermana Jean, habían matado a la enfermera Ana Urdiales. El jurado decidió, por fin, que fue el dedo de Jesse el que apretó el gatillo. Así que condenaron a Jesse a muerte.

He aquí un caso dramático. Dos personas, hermano y hermana, empuñan un arma y con ella matan a una enfermera. Ambas manos sostienen el revólver, pero es un solo dedo el que hace el movimiento fatal. A una mano, la que no apretó el gatillo, le corresponde un castigo menor; a la otra, la pena de muerte.

¡Cuántas veces son dos manos las que cometen el delito, pero una sola recibe el castigo! ¡Cuántas veces el mal que se comete es resultado de otros elementos que han contribuido al mal, pero sólo una persona es castigada!

Una persona bajo la influencia del alcohol comete un asesinato, y sólo ella lleva la culpa. Pero ¿qué del fabricante de licores? ¿Qué del que anuncia con llamativa propaganda su veneno? ¿Qué del que vende el licor? Es más, ¿qué de las leyes que autorizan tales ventas? ¿No tienen todos ellos, también, la culpa de ese homicidio?

Una muchacha se escapa de su casa y se hace miembro de una pandilla callejera. Allí prueba drogas. Para tener con qué comprar las drogas, se vuelve prostituta. A causa de la prostitución, contrae SIDA. Así infecta a decenas de hombres que a su vez infectan a sus esposas. Y las que están embarazadas le transmiten el SIDA al hijo que está por nacer.

¿Quién es culpable? ¿La joven infectada? Claro que sí, pero junto con ella tienen la culpa, también, los padres, si no le dieron un hogar amoroso, las pandillas callejeras, los narcotraficantes y los hombres lujuriosos que compraron por una ínfima cantidad de dinero el cuerpo y el alma de aquella mujer.

Nadie peca solo. Todo lo que hacemos tiene repercusiones enormes. El pecado de Adán ha manchado la vida de toda la humanidad de todo tiempo y de todo lugar. Nadie peca solo.

Sólo Dios puede hacernos cambiar nuestra conducta. Lo hace cuando cambia nuestra vida. A esto Cristo lo llama «nacer de nuevo». Busquemos el perdón de Dios. Cuando Él limpia nuestro corazón, la semilla que sembramos produce vidas sanas y puras.

sábado, 2 de enero de 2010

AFLOJE EL PESO







¿Ha visto a los niños
dando vueltas en un carrusel?
¿O ha escuchado a la lluvia
salpicando en el andén?

¿Ha seguido el vuelo
de las mariposas,
o ha contemplado el sol
en su ocaso y en su gloria?

¿Por qué no afloja el paso
y aminora la marcha?
El tiempo es corto,
¿para qué tanta prisa?

¿Se pregunta por qué
siempre anda apresurado
y por qué nunca escucha
respuesta a sus saludos?

Y al final del día
en la cama acostado,
¿piensa en mil tareas
que acabar no ha logrado?

¿Por qué no afloja el paso
y aminora la marcha?
El tiempo es corto,
¿para qué tanta prisa?

¿Le ha dicho a su hijo:
“Lo haremos mañana”,
sin haber advertido
su innegable tristeza?

¿Ha dejado que cese
una hermosa amistad
por no dedicarle
tiempo y cordialidad?

¿Por qué no afloja el paso
y aminora la marcha?
El tiempo es corto,
¿para qué tanta prisa?

Cuando aprieta el paso
para llegar más pronto,
no es tan divertido
como ir poco a poco.

Si su vida es tan sólo
un constante ajetreo,
resulta un buen regalo
tirado al basurero.

La vida no se debe
llevar a toda prisa.
Hay que oler el perfume
de la flor y la brisa.

Este poema, traducido y adaptado del inglés, fue compuesto por el psicólogo David Weatherford y publicado originalmente en 1991.1 Lamentablemente se le ha enviado por correo electrónico a millares de personas alrededor del mundo como si fuera de un autor desconocido. Según el mensaje que ha acompañado al poema, así se había de cumplir el último deseo de una niña que estaba muriendo de cáncer. Presuntamente ella había pedido que se le enviara a cuantos fuera posible, para motivarlos a que aprovecharan la vida al máximo, ya que ella no podría hacerlo.

Con el transcurso del tiempo, al final del mensaje comenzó a aparecer el nombre y el teléfono de un profesor de una universidad de Nueva York. ¡Cuál no sería la sorpresa de los que llamaron a ese teléfono y escucharon un mensaje grabado que decía: «Si usted está llamando con relación al mensaje por correo electrónico, sepa que es falso y que el nombre del profesor se adjuntó inadvertidamente a dicho mensaje»!

La verdad es que, aunque ese mensaje preciso careciera de fundamento, hay miles de niños como la niña del mensaje, inocentes víctimas mortales de un mal que los aflige, que si les fuera posible, harían circular tal poema. Porque a pesar de la mentira, el poema no deja de ser cierto, y hoy más que nunca necesitamos seguir el consejo que nos da.

Al fin y al cabo, como dijo Jesucristo, por mucho que nos afanemos no podemos añadir una sola hora al curso de nuestra vida.2 En cambio, si nos afanamos mucho, se hará realidad en nosotros la sentencia del refrán que dice: «Quien de prisa vive, de prisa muere.»3 Por eso más vale que sigamos el consejo del poema, que se resume en este último refrán: «Vete al monte algún buen día, que Dios da de balde su perfumería.»4


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1 En línea 25 julio 2008.
2 Mt 6:27
3 Refranero general ideológico español, compilado por Luis Martínez Kleiser (Madrid: Editorial Hernando, 1989), p. 597.
4 Ibíd., p. 570.

viernes, 1 de enero de 2010

¿HOY O MAÑANA?


Si hoy me llegare a morir,
como puede suceder,
mañana el hoy será ayer
en que acabé de vivir.
Pues si esto llego a sentir
infaliblemente cierto,
¿cómo peco, cuando advierto
el vivir tan fugitivo,
que mañana el hoy de un vivo
puede ser ayer de un muerto?
Si en pecado ayer muriera,
me hubiera ayer condenado,
y de tan terrible estado
hoy librarme no pudiera.
Que hoy en mi pecado muera,
ya que ayer no sucedió,
puede ser. Pues, ¿cómo yo
no lloro mis culpas tierno,
si hoy me libro del Infierno
y quizá mañana no?1
Estas «Décimas al desengaño de la vida» se desprenden de la pluma del doctor Isidro de Sariñana en el lejano siglo diecisiete durante el virreinato de la Nueva España. En ellas el ilustre poeta juega con nuestro concepto del tiempo, y desde ese marco cronológico emite con claridad meridiana verdades profundas. Tal vez no haya sido el primero en enunciarlo, pero no por eso deja de ser cierto: Hoy llega a ser el ayer del mañana, y la vida es tan efímera que se esfuma sin que haya nadie que pueda impedirlo.

En el Salmo 103 el rey David asevera:

El hombre es como la hierba,
sus días florecen como la flor del campo:
sacudida por el viento,
desaparece sin dejar rastro alguno.2
Y en una carta abierta, el apóstol Santiago exhorta: «Ahora escuchen esto, ustedes que dicen: “Hoy o mañana iremos a tal o cual ciudad, pasaremos allí un año, haremos negocios y ganaremos dinero.” ¡Y eso que ni siquiera saben qué sucederá mañana! ¿Qué es su vida? Ustedes son como la niebla, que aparece por un momento y luego se desvanece.»3

Tiene toda la razón el doctor de Sariñana. ¿Cómo no vamos a arrepentirnos de nuestras culpas hoy, si hoy Dios está presto a perdonarnos, y mañana tal vez no sea más que el ayer en que pudimos habernos salvado de la condenación eterna?

Más vale que dejemos a un lado toda presunción humana, y que clamemos de corazón como lo hace David en el Salmo 39:

Hazme saber, Señor, el límite de mis días,
y el tiempo que me queda por vivir;
hazme saber lo efímero que soy.
Muy breve es la vida que me has dado;
ante ti, mis años no son nada.
Un soplo nada más es el mortal,
un suspiro que se pierde entre las sombras.4
En nuestras propias palabras digámosle a Dios:

Hoy me urge, y no mañana,
toda culpa confesarte,
y recibir de tu parte
el perdón y el alma sana.

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1 Isidro de Sariñana, «Décimas al desengaño de la vida», reproducido en José Pascual Buxó, Muerte y desengaño en la poesía novohispana: siglos xvi y xvii, 1a ed. (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1975), p. 41.
2 Sal 103:15-16
3 Stg 4:13-14
4 Sal 39:4-6



Por Carlos Rey/ Un Mensaje a la Conciencia

Más Devocionales!