jueves, 12 de marzo de 2009

El Fin Merecido
















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El Fin Merecido

Sharon Spradlin, de Quebec, Canadá, bebió una infinidad de copas y se quedó dormida en un rincón del bar, como era su costumbre los viernes por la noche. No se despertó hasta la madrugada, cuando el establecimiento ya había cerrado.

Sharon quiso salir por una ventana, así que se subió a una silla y pasó la cabeza entre el marco y la hoja. Pero ella pesaba 105 kilos. La silla se quebró bajo los 105 kilos de peso de la mujer, y Sharon quedó colgando, con el cuello aprisionado por la hoja de la ventana. Murió asfixiada. Al día siguiente los clientes comentaron: «Sharon se buscó esa muerte».

Con frecuencia decimos lo mismo al oír del caso de una persona que ha tenido una muerte trágica debido a su imprudencia o a su vicio, o de un joven que corre a la loca en su motocicleta, o de un temerario que le gusta nadar en aguas infestadas de tiburones, o de un corajudo que salta en paracaídas y lo abre a sólo 200 metros del suelo. Si se matan en esas circunstancias, decimos: «Se merecía esa muerte.» Pero Dios no quiere que nadie muera trágicamente. Si se produce una muerte trágica, o terrible, o absurda o innecesaria, no es porque Dios la quiera o la mande sino porque las imprudencias y los desatinos, y muchas veces los vicios destructivos, pueden tener consecuencias mortales.

Es importante que entendamos que Dios no desea el mal para nadie. Él no impulsó a Sharon a que se emborrachara esa noche, ni a que se durmiera en ese rincón oscuro. Tampoco hizo Dios que se quebrara la silla bajo su peso, ni fue Él quien la colgó de esa ventana entreabierta. Fue Sharon misma la ejecutora de esa secuencia fatídica de hechos que culminaron en su muerte.

Somos nosotros mismos los que nos acarreamos la gran mayoría de las situaciones adversas de la vida, y eso sin que lo hayamos querido ni nosotros ni Dios.

¿Cual entonces es la solución? Cambiar las acciones que producen esas circunstancias. Pero ¿cómo podemos cambiar? ¿Cómo podemos ser diferentes? Jesucristo, el Hijo de Dios, dijo que «vino a buscar y a salvar lo que se había perdido» (Lucas 19:10). Eso que se ha perdido somos nosotros. Si le pedimos a Cristo que entre en nuestro corazón, Él nos cambiará con su poder divino.

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