miércoles, 25 de febrero de 2009

La llave destructora
















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LA LLAVE DESTRUCTORA


Era el año 1944, y la Segunda Guerra Mundial hervía en su última etapa. Estaba por comenzar la batalla final, la de Berlín, Alemania.


Fue entonces que la fábrica Mercedes Benz recibió un pedido oficial. Tenía que fabricar un automóvil completamente a prueba de balas. Esto incluía puertas blindadas, cristales irrompibles y un motor de 400 caballos de fuerza, capaz de hacer correr el vehículo a más de 200 kilómetros por hora. Debía estar tapizado con el más fino cuero, contar con teléfono, radio y aire acondicionado, y ser completamente automático. Estaba destinado al Mariscal Goering. Como último detalle, debía proveérsele de un mecanismo especial, en que con sólo al mover una llave, esa joya mecánica pudiera desintegrarse instantáneamente.


El Mariscal Goering lo usó muy poco tiempo. Poco después Berlín cayó. A todos los jefes alemanes los arrestaron. Hitler se suicidó, y Goering mismo, ingiriendo una pastilla de veneno, también se quitó la vida.


El famoso Mercedes Benz fue confiscado por las tropas invasoras y posteriormente vendido a un coleccionista por 165.000 dólares. El nuevo dueño, que compró el auto para exhibirlo, poseía ahora no sólo una joya mecánica sino también una reliquia histórica. Pero era así mismo dueño de una bomba, pues con el más pequeño descuido el mal uso de esa llavecita haría desintegrar por completo ese tesoro.


El hombre, como aquel Mercedez Benz, es un tesoro de incalculable valor. Y tiene también una llavecita que controla su vida. Esa llave es su voluntad, que es el elemento dentro de él que lo distingue de la bestia. La voluntad es esa parte muy especial del hombre que le da la capacidad de imaginar, de creer, de soñar, de amar. Es la parte que le permite tener fe, experimentar esperanza, creer en sí mismo y conocer a Dios. Pero esa misma voluntad lleva en sí, también, la capacidad de destruir, porque usada para engañar, para deshonrar, para odiar y para matar, se convierte en la llave que puede desintegrar totalmente el tesoro que es él mismo.


Nuestra voluntad nos destruirá si no está sometida a la voluntad de Dios. No podemos, sin Dios, regir nuestra vida sin destruirnos a nosotros mismos. Entreguémosle nuestra vida al Señor Jesucristo. Sólo así podremos ser el tesoro que Dios quiso que fuéramos.


sábado, 21 de febrero de 2009

La manzana maldita
















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LA MANZANA MALDITA

Era una simple manzana, una manzana roja, dulce, de aterciopelada piel, como todas las deliciosas manzanas que se producen en la provincia de Río Negro. Así que la pequeña Yesica Isabel Vilte, de Salta, Argentina, se la comió. Sus pequeños y filosos dientes se hincaron en la pulpa sabrosa... pero sólo para morir envenenada. Alguien —¡vaya a saber quién!— había inyectado en la fruta un poderoso veneno.

¿Quién iba a pensar que estaba saturada de veneno? Otros niños, incluso sus dos hermanitos, comieron manzanas del mismo canasto. Esas no estaban envenenadas. Alguien envenenó, adrede, esa singular manzana.

¿Qué enfermedad mental podría tener quien actuó de ese modo? ¿Qué resentimiento u odio le tendrá a la vida? ¿De dónde salen ideas tan destructivas? ¿Qué le está pasando a la raza humana?

¿Habrá alguna comparación entre esta fruta envenenada y aquella otra de la cual habla la Biblia? Nuestros primeros padres comieron una fruta que la tradición dice haber sido manzana. Como quiera, era una fruta agradable a la vista. Tenía incitante color y forma. Invitaba a probarla. Además de dulzor, prometía sabiduría, y más aún, aseguraba ser como Dios, que distingue entre el bien y el mal. Pero esa simple fruta —ya fuera manzana, pera o durazno—, la que la Biblia califica de fruta «del conocimiento del bien y del mal», produjo la muerte espiritual de la primera pareja y desencadenó todos los males que hay ahora en la tierra.

Cada vez que se prueba un fruto prohibido, parece dulce. El primer robo, el primer asalto, la primera estafa, parecen dulces. El primer adulterio es sabroso, así como la primera aventura galante de una mujer parece encantadora. Pero el resultado es muerte, siempre muerte. El diablo sabe pintar sus frutas tentadoras con los mejores colores, y perfumarlas con los mejores aromas, pero el resultado final es muerte, siempre muerte. Así fue en el Edén, y así ha sido siempre en todas las épocas de la historia. Todos los vicios y todas las pasiones al principio parecen deliciosos, pero al final, arrastran a la muerte.

Sólo Jesucristo puede salvarnos de las manzanas envenenadas de la vida. ¿Por qué sufrir la agonía que es fruto del pecado, cuando podemos rendirle nuestra vida a Él?

viernes, 20 de febrero de 2009

A ciegas
















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A ciegas…

La autopista que une a São Pablo con el puerto de Santos estaba repleta de automóviles. Eran las siete y veinte de la mañana de un día de trabajo. Había niebla, y la niebla comenzó a mezclarse con el humo de las refinerías y las fábricas. La visibilidad cayó de pronto a cero, lo que obligó al chofer de un autobús a frenar en seco.


Esa maniobra desencadenó una serie de choques entre ciento cuarenta vehículos. Un auto con varios pasajeros quedó prensado entre dos camiones enormes. Todos sus ocupantes murieron. Varios vehículos saltaron la baranda que divide las pistas y chocaron con autos que venían en sentido contrario, y treinta choques más se produjeron.


En cuestión de menos de un minuto, había en la autopista un caos de vehículos chocados, hierros retorcidos y cristales rotos, y un saldo de catorce muertos y ciento diez heridos. ¿La causa general del desastre? Cero visibilidad.


¿Cómo es posible evitar un accidente cuando se conduce a toda velocidad y de pronto no se ve nada por delante? Lo mismo ocurre cuando un avión lleno de pasajeros se acerca de noche a una pista de aterrizaje y de pronto se apagan todas las luces; o cuando un barco navega a toda máquina en medio de la niebla, entre arrecifes, y de pronto se apaga la luz del faro; o cuando un tren expreso entra en una estación atestada de tránsito ferroviario y de pronto ninguna señal roja o verde se enciende.


Así anda nuestra vida cuando la conducimos sin una verdadera luz espiritual. La Biblia dice que «el camino de los malvados es como la más densa oscuridad; ¡ni siquiera saben con qué tropiezan!» 1(Prov 4:19) Y dice que «El sabio tiene los ojos bien puestos, pero el necio anda a oscuras». 2 (Ecle 2:14) Porque vivir sin fe, vivir sin conocimiento de la Palabra de Dios, vivir sin la seguridad de la salvación, es vivir en tinieblas y andar en camino oscuro al borde de la perdición eterna.


Pero podemos remediar esa situación si reconocemos que Jesucristo es la luz del mundo. Todo el que lo sigue sincera y fielmente no anda en la oscuridad porque no vive en tinieblas. La luz divina de Cristo le proporciona la iluminación necesaria para evitar ciertos errores mortales y equivocaciones suicidas que le pudieran hacer perder el alma eternamente. Jesús dijo: «¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en el hoyo?» 3(Lucas 6:39) Como Cristo, y solamente Él, es la luz del mundo, aceptémoslo como Señor, Salvador, Maestro y Guía para que tengamos a quien nos conduzca por los caminos de este mundo, que de un momento a otro pueden tener cero visibilidad.



lunes, 16 de febrero de 2009

Chocolate Party
















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CHOCOLATE PARTY


—Mami, hazme un pastel de chocolate —pidió la pequeña Myra Griffin.


—¡No me molestes! —replicó la madre.


Pero la niña insistió, como insisten todos los niños. Y por fin, Marjorie Griffin, exasperada, le dijo a su hija:


—Bueno, te haré el pastel, pero te lo vas a comer todo.


Horneó el pastel y, enojada, se lo dio a la pequeña pedazo a pedazo, hasta obligarla a comérselo todo. De repente los ojos de la niña se le pusieron vidriosos y comenzó a mostrar señas de ahogo. La linda criatura de sólo tres años de edad cerró los ojos y nunca salió de su desmayo.


Cuando este suceso llegó al conocimiento de las autoridades en Baton Rouge, Florida, los policías no lograban entender lo ocurrido. ¿Cómo puede una joven madre de sólo veinticuatro años de edad atragantar a su hijita con pastel de chocolate hasta matarla? Cualquiera se haría la misma pregunta. ¿Qué pasó por la mente de Marjorie Griffin para tratar así a su hijita de tres años? ¿Habrá alguna respuesta para esta pregunta?


La conclusión a la que podemos llegar es que esa mujer estaba absolutamente inconsciente. Es decir, carecía de conciencia, que es esa chispa divina que todo ser humano debe tener en su interior.


Carecía también de sensibilidad, pues en algún momento de la extraña odisea, la chiquita tuvo que haberse negado a seguir comiendo. Pero la madre le siguió metiendo en la boca pedazo tras pedazo del pastel hasta ahogarla.


En tercer lugar, esa madre carecía por completo de amor. Para ella su hijita era un estorbo, una carga, una molestia. No era el encanto mayor de su vida, ni el tesoro que Dios le había encomendado.


En cuarto lugar, aquella mujer estaba llena de violencia. Tenía en la mente y en el corazón la llama del furor, de la impaciencia, del despecho, del resentimiento. Y con ese fuego quemándola por dentro, tarde o temprano habría una explosión. En ese caso se ensañó con su hija. La fiesta de Myra, su hijita, no fue una «fiesta de chocolate» sino una fiesta macabra y negra de enojo, de furia, de descontrol y, a la postre, de muerte.


¿Por qué se presentan tales hechos en algunas familias en la actualidad? Porque han perdido la moral, la conciencia y el temor de Dios. Estos tres valores los necesitamos todos, y sólo Jesucristo, el Señor viviente, nos los puede reintegrar.



viernes, 13 de febrero de 2009

Fuerte y poderoso compañero
















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FUERTE Y PODEROSO COMPAÑERO

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»Por ese tiempo —continúa narrando Neruda— llegó a Temuco una señora alta, con vestidos muy largos, y zapatos de tacón bajo.... Era la directora del liceo. Venía de nuestra ciudad austral, de las nieves de Magallanes.... La vi muy pocas veces, porque yo temía el contacto de los extraños a mi mundo.


»... tenía una sonrisa ancha y blanca en su rostro moreno por la sangre y la intemperie... sonrisa entre pícara y fraternal y... ojos que se fruncían picados por la nieve o la luz de la pampa.


»No me extrañó cuando de entre sus ropas sacerdotales sacaba libros que me entregaba y que fui devorando. Ella me hizo leer los primeros grandes nombres de la literatura rusa que tanta influencia tuvieron sobre mí.


»Luego se vino al Norte. No la eché de menos porque ya tenía miles de compañeros, las vidas atormentadas de los libros. Ya sabía dónde buscarlos.» 1


Ese amor a los libros del que habla el poeta chileno Pablo Neruda, que le inculcó aquella maestra de escuela a temprana edad en Temuco, culminó en 1971 cuando se le concedió el Premio Nobel de Literatura. Pero Neruda no fue el primer poeta chileno en obtener el ansiado premio; fue el segundo. Ya hacía un cuarto de siglo, en 1945, que había obtenido el Premio Nobel su antigua mentora, que fuera por un tiempo directora de aquel liceo en Temuco, Gabriela Mistral.


A propósito del amor a los libros, Gabriela misma lo practicó a lo largo y ancho de su ilustre carrera literaria y diplomática. Pero hubo un libro en particular que mereció su más alto aprecio. En el año 1919 la Mistral le regaló un hermoso ejemplar de ese magistral libro, la Santa Biblia, al Liceo No. 6 de Santiago de Chile, donde ejerció como directora. En sus páginas dejó escrita esta confesión de fe, a modo de dedicatoria, respecto al Libro Sagrado: «Libro mío, en cualquier tiempo y en cualquier hora. Bueno y amigo para mi corazón, fuerte, poderoso, compañero. Tú me has enseñado la fuerte belleza y el sencillo candor, la verdad sencilla y terrible en breves cantos. Mis mejores compañeros no han sido gentes de mis tiempos; han sido los que tú me diste: David, Rut, Job, Raquel y María. Con los míos éstos son toda mi gente, los que rondan mi corazón y mis oraciones, los que me ayudan a amar y a bien padecer... viniste a mí, y yo... soy vuestra como uno de los que labraron, padecieron y vivieron vuestro tiempo y vuestra luz.» 2


Así como Pablo Neruda aprendió de Gabriela Mistral a buscar la grata compañía de los libros, aprendamos también nosotros de aquella poetisa de América a buscar la grata compañía del Libro por excelencia que ella tanto amaba. En cualquier tiempo y a cualquier hora, podemos acudir a él como fuerte y poderoso compañero.

Entreguemos nuestro corazón a Jesús y El nos guiará al buen Pastor, JEhova de los Ejercitos, solo en las manos del Padre estaremos a salvo nosotros, nuestra familia y nuestro hogar.

miércoles, 11 de febrero de 2009

El Búcaro roto
















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EL BÚCARO ROTO

Ocurrió en Chicago, Illinois, Estados Unidos, pero pudo haber ocurrido en cualquier otra metrópoli del mundo. La alarma sonó en el cuartel de bomberos. Era poco después de la medianoche, y la llamada era insistente: «Hay fuego en la cuadra 2400 de la Harriett Lane —decía una voz angustiada—. ¡Vengan pronto!»

Los bomberos acudieron de inmediato y apagaron el fuego en veinte minutos. Pero dentro de la casa quedaron muertas Mitsue Sakai, de veintiocho años de edad, y sus dos hijitas, Seira Candy, de cinco, y Rina Stephanie, de cuatro.

Cuando se hicieron las investigaciones del caso se descubrió que era la madre quien había prendido fuego a la casa, y había muerto abrazada a sus hijitas.

¿La razón del drama? Desavenencias con su esposo, Hideo Sakai, de treinta años de edad.

He aquí otro drama matrimonial que termina en tragedia familiar. Hideo Sakai y su esposa Mitsue eran japoneses. Habían emigrado, hacía varios años, a los Estados Unidos. Trabajaban los dos en restaurantes diferentes. Vivían muy bien, y tenían dos hijitas preciosas.

Nunca, en ningún momento, dieron señal de que había problemas entre ellos. Pero había infidelidad, y la infidelidad va agrietando lentamente la confianza, la mente, el alma y el corazón de los involucrados.

Sully Prudhome, poeta laureado francés que murió en 1907, escribió un poema al que le puso por título: «El búcaro roto». La poesía relataba que en una fiesta, el abanico de plumas de una dama rozó un finísimo búcaro de cristal que contenía una rosa. La rajadura que produjo, pequeñísima al principio, fue creciendo y creciendo, y el agua comenzó a escurrirse gota a gota. Terminada la fiesta, la rosa ya estaba muerta.

«Así —decía Prudhome— es el corazón humano. Una ofensa, un desamor, a veces una sola palabra, lo hiere y lo raja. Y por esa leve rajadura se escurre gota a gota la felicidad.»

¡Cuántas veces no son sólo pequeñas rajaduras las que causamos al ser amado, sino también heridas muy profundas! Éstas las causamos con nuestras actitudes, palabras y gestos, y más aún, con la infidelidad, que es lo peor de todo. ¿Quién salva matrimonios del desastre? Jesucristo, el Señor viviente. Pero no lo hace sin que le entreguemos nuestra voluntad. Él sólo nos espera. Rindámosle nuestra vida.

Entreguemos nuestro corazón a Jesús y El nos guiará al buen Pastor, JEhova de los Ejercitos, solo en las manos del Padre estaremos a salvo nosotros, nuestra familia y nuestro hogar.

lunes, 9 de febrero de 2009

VAriado Guardaropas
















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Variado Guardarropas…

Poseía un guardarropa sumamente nutrido. En amplios roperos y vestidores se alineaban 29 trajes de calle, todos de última moda y de las telas más costosas, 15 sacos de sport de los cortes más sensacionales, 110 camisas de todas las telas imaginables desde la popelina inglesa hasta la batista italiana, y desde la seda china hasta el hilado de Filipinas.

También era dueño de 30 pares de pantalones, 15 trajes de baño y 18 pares de zapatos y botas. Con tal derroche de prendas de vestir no era extraño que Arturo McFadden, corredor de bienes raíces de Miami, Florida, Estados Unidos, se declarara en quiebra. Debía 79 millones de dólares y poseía, en caja, apenas 1.490 dólares.

En la declaración de quiebra, McFadden solicitó al juez que le permitiera conservar su guardarropa porque, según decía él: «Un hombre de mi categoría no puede vestir con menos.» Pero el juez, examinando su ficha y sus antecedentes, concluyó filosóficamente: «A este ciudadano el traje que mejor le queda es el de presidiario.»

¡Hay tantas personas que viven pendientes de lo que visten! Para ellas lo más importante es la ostentación exterior y lo que exhibe la fachada para deslumbrar a los demás con un traje inmaculado, una camisa impecable y una corbata insuperable. ¡Y en el primer momento esa apariencia cómo engaña y cautiva la vista de la gente desprevenida! Bien dice la Biblia: «La gente se fija en las apariencias» (1 Samuel 16:7).

Dios, sin embargo, ve lo que está en el corazón. Cuando Dios mira el corazón del individuo, lo ve tal cual es: desnudo, pobre, débil, enfermo y cargado de malicia. Y cuando mira el alma del hombre perdido, la ve desnuda de su inocencia, despojada de su gloria, privada de su rectitud y hueca de su virtud.

Para ese individuo desnudo y mal vestido que es el hombre en su interior, Dios ha provisto a Cristo para que Él lo cubra con su gloria y lo libre de la vergüenza de andar moralmente andrajoso y harapiento. El apóstol Pablo dice: «Revístanse ustedes del Señor Jesucristo, y no se preocupen por satisfacer los deseos de la naturaleza pecaminosa» (Romanos 13:14).

¿Cómo podemos hacerlo? Pidiéndole en oración a Cristo que nos cambie y nos transforme por completo. De hacerlo así, Él contestará nuestra oración y nos hará conforme a su imagen y semejanza.

sábado, 7 de febrero de 2009

En la Cumbre de la Vida
















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La cumbre de la Vida…En la Cima

Menos de cincuenta alpinistas habían logrado escalar «las siete cumbres», es decir, la cumbre más alta de cada uno de los siete continentes del mundo. Por eso es tan sobresaliente que el primero en lograr esta hazaña fuera el empresario norteamericano Dick Bass, que a los cincuenta y cinco años de vida batió récord también como el hombre de mayor edad que hasta entonces escalara el monte Everest. Llegó a la cumbre de esa montaña, la más alta del mundo, el 30 de abril de 1985. Las siete cumbres, en orden descendente, son la del monte Everest en Asia, de 8.848 metros; la del Aconcagua en Suramérica, de 6.960 metros; la del MacKinley en Norteamérica, de 6.194 metros; la del Kilimanjaro en África, de 5.895 metros; la del Elbruz en Europa, de 5.642 metros; la del Vinson Massif en la Antártida, de 4.897 metros; y la cumbre del monte Kosciusko en Australia, de 2.228 metros de altura.


Siempre satisface alcanzar cumbres en la vida. ¿Quién no desea alcanzar la suya? A pocos les satisface quedarse en el llano, en el valle, limitándose a contemplar cómo suben los demás mientras ellos se quedan siempre a ras de tierra, hacinados con los fracasados y tragando polvo. Querer escalar y llegar a una alta cima es noble y encomiable deseo. A fin de cuentas el hombre, creado a la imagen de Dios, es un ser que camina derecho, con los ojos en lo más alto de la cabeza para poder mirar lejos y mirar a lo alto.

Lo que nos separa a unos de otros son las cumbres que optamos por escalar. La primera cumbre que escogió Dick Bass fue la de su propio continente, la del MacKinley, y logró escalarla. Por último decidió escalar la más alta, la del Everest, y la coronó también. Y consiguió todo eso sin haberse formado como alpinista, sino a base de un empeño constante y una determinación tan inconmovible como las montañas mismas.

Hay quienes buscan la cumbre de la riqueza. Otros escogen la cumbre de la ciencia. Otros, con inclinaciones místicas, optan por la cumbre de la religión. Otros aspiran a las cumbres del arte, del deporte o de la política. Para cada uno, la cumbre que escoge tiene un atractivo sin igual. Pero ¿quiénes buscan la cumbre de la santidad? ¡Si hasta parece ridículo hacer esta pregunta en un mundo plagado de materialismo y vanidad!

Sin embargo, y aunque no parezca posible, la santidad es la mayor cumbre de todas. Es la cima más excelente, la única que puede llevarnos a nuestra plena realización. De los que han buscado esta cumbre, muchos han fracasado en su empeño por haberse desviado del camino.

Esa cumbre de la santidad es Cristo, la santidad personificada. Para llegar a ella, debemos seguir el camino sin desviarnos. Pero a fin de no desviarnos, es imprescindible que la escalemos con la mirada en Cristo.

viernes, 6 de febrero de 2009

Huellas condenatorias
















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Guillermo de Palma salió del trabajo y se encaminó hacia su hogar. Era casado y tenía tres hijas. Al acercarse a la casa, vio varios automóviles parados frente a ella. Primero pensó que eran vendedores, pero luego se dio cuenta de que eran varios hombres que empuñaban pistolas.

Antes que pudiera reaccionar, los hombres lo rodearon y le dieron una orden de arresto.

—¿Qué pasa? ¿Qué están haciendo? —les preguntó entre espantado y asombrado.

—Se le acusa de haber asaltado y robado el Banco Mercury de Buena Park —le contestaron.

Atado y esposado, Guillermo apenas pudo despedirse de su esposa e hijas. Lo hicieron subir a uno de los autos y lo llevaron a la cárcel.

Posteriormente comenzó un largo juicio. Había una sola evidencia contra él. En unos papeles que se hallaron en el banco después del robo, aparecía una huella digital que era la de él. De Palma aseguró, gritó, clamó mil veces que era inocente, pero la evidencia era irrefutable. Esa huella digital era indiscutiblemente suya. Así que lo condenaron a quince años de prisión.

Guillermo de Palma nunca dejó de luchar por demostrar su inocencia. En dos años gastó más de veinte mil dólares. Eran todos sus ahorros más el dinero que le prestaron algunos amigos. Por fin, tras tanto luchar, un detective privado pensó que tal vez había habido una falsificación de huellas digitales, algo nunca antes ocurrido en la historia del crimen. El detective pasó meses buscando pruebas y haciendo peritajes, hasta que descubrió que cierto individuo, pagado por los verdaderos ladrones, había falsificado hábilmente las huellas digitales de Guillermo. El caso fue examinado minuciosamente y la inocencia de Guillermo de Palma quedó plenamente demostrada, así que el juez ordenó que lo pusieran en libertad.

¡Qué asombrosas son las huellas digitales! Ellas nos delatan, nos incriminan y nos condenan. Pero hay otras huellas que también nos condenan. Son las huellas del pecado del alma, y de éstas todos somos culpables. ¿Quién aboga por nosotros? ¿Quién defiende nuestra causa?

Para la gran culpa del pecado hay un defensor seguro. Él no nos defiende con palabras. Su defensa es su misma vida. Él pagó con su sangre el precio de nuestra libertad. Entreguémosle nuestra causa al Hijo de Dios. Todo ya está pagado. Sólo tenemos que decirle: «¡Gracias, Señor Jesucristo!»

lunes, 2 de febrero de 2009

La Gran Dicha
















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La Gran Dicha



La niña, bien vestida, contemplaba con gran entusiasmo las muñecas que había en la tienda. En una de sus manitas tenía un rollo de billetes. Al ver una muñeca que le gustaba, se daba vuelta y le preguntaba a su padre si tenía suficiente dinero para comprarla. A pesar de que él le contestaba que sí, ella seguía buscando hasta encontrar otra que le llamaba la atención, y volvía a preguntarle:


—Papi, ¿tengo suficiente dinero para comprar ésta?


Mientras la niña se entretenía buscando la muñeca perfecta, un niño entró en la tienda y comenzó a observar los juguetes que había al otro lado del pasillo. Su ropa estaba bien cuidada pero gastada, y su abriguito le quedaba muy apretado. Al igual que la niña, él llevaba dinero en la mano, pero no pasaba de unos cinco dólares.


A él también lo acompañaba su padre. Cada vez que lo cautivaba uno de los juegos de video, su padre meneaba la cabeza, dándole a entender que no le convenía eso.


Al fin la niña escogió la muñeca que más le gustó, una que se veía tan elegante que seguramente sería la envidia de todas las niñas de la cuadra. En eso se dio cuenta de la conversación que sostenían el otro padre y su hijo. El niño, cabizbajo y desilusionado porque no podía comprar ninguno de los juegos de video, había escogido un álbum de colección de postales. Luego se encaminó con su padre a otro pasillo, alejándose así de la niña, que había visto lo ocurrido.


La niña volvió a poner la muñeca selecta en el estante y corrió adonde estaban los juegos de video. Con renovado entusiasmo escogió uno que estaba encima de los demás, le dijo algo a su padre y se dirigió a toda prisa hacia la caja registradora para hacer su compra. Cuando el niño y su padre hicieron cola detrás de ella, la niña no pudo disimular el placer que sentía.


Tan pronto como la cajera le entregó el paquete de la compra, la niña se lo devolvió y le dijo algo al oído. La cajera sonrió y colocó el paquete debajo del mostrador. Luego atendió al niño y le dijo:


—¡Felicitaciones! ¡Eres mi cliente número cien y te has ganado un premio!


Dicho esto, le entregó el juego de video al niño, quien no pudo hacer más que mirarlo incrédulo.


—¡Es precisamente lo que quería! —exclamó.


La niña y su padre fueron testigos de esta emocionante escena desde la puerta de la tienda. En el rostro de la pequeña se dibujaba una sonrisa de oreja a oreja. Al salir del almacén, su padre le preguntó por qué lo había hecho.


—¿No es cierto, papi, que mi abuelito y mi abuelita me dijeron que comprara algo que me hiciera muy feliz? —le contestó la niña.


—¡Claro que sí, hija mía!


—Bueno, ¡pues eso es lo que acabo de hacer! 1



Así como aquella niña, todos tenemos suficiente como para darle a alguna persona necesitada, aunque no sea más que comprensión y cariño. Ese es el espíritu que agrada a Dios en toda ocasión en que damos y recibimos regalos. Más vale que aprendamos de su Hijo Jesucristo, el autor del refrán que es la moraleja de esta historia, que de veras «Hay más dicha en dar que en recibir.» 2













1



Sharon Palmer, Tennessee, EE.UU., Mensaje divulgado vía correo electrónico, 1999.



2



Hch 20:35






















domingo, 1 de febrero de 2009

Hace 109 Años











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Hace 109 Años…

En el año 1900 la velocidad máxima a la que se llegaba en la mayoría de las ciudades de América no excedía los veinte kilómetros por hora; el edificio más alto del mundo era la Torre Eiffel; no se habían descubierto aún la insulina, ni el plutonio ni los antibióticos; y no había cinta adhesiva, ni crucigramas ni Día de la Madre.


En el año 1900, aun en los países más desarrollados de América, la mayoría de las personas morían antes de cumplir los cuarenta y siete años, principalmente de pulmonía, de la gripe, de tuberculosis y de diarrea; el 90% de los médicos no tenía estudios universitarios sino que asistían a colegios de medicina, muchos de los cuales se consideraba que eran de calidad inferior; y sólo el 6% de la población general se había graduado de la escuela secundaria.


En el año 1900 en los países que disfrutaban de los mayores avances científicos las mujeres se lavaban el cabello una vez al mes, y eso que con bórax o yemas de huevo, el 95% de los partos los tenían en sus hogares, y sólo el 8% de las viviendas tenía teléfono. En esos mismos países algunas autoridades médicas afirmaban que las costureras profesionales estaban sujetas a la excitación sexual a causa del ritmo constante, hora tras hora, de los pedales de la máquina de coser. Para contrarrestar esos posibles efectos, recomendaban que se les echara bromuro de potasio en los vasos de agua que tomaban, pues se consideraba que este sedante reducía el deseo sexual. La marihuana, la heroína y la morfina se podían comprar sin receta en todas las farmacias. Un farmacéutico hasta alegaba que la heroína eliminaba la grasa del cutis, agudizaba la mente, regularizaba las funciones digestivas, y que era, en efecto, una protectora perfecta de la salud.


Todo esto nos lleva a reflexionar sobre lo mucho que hemos progresado desde el año 1900... a no ser que nuestro criterio sea la moral en vez de la ciencia. Porque si se trata del desarrollo moral y no sólo intelectual, o de las relaciones humanas y no simplemente sexuales, entonces realmente no hemos progresado nada. Es más, pudiéramos concluir que vamos de mal en peor. En lugar de practicar la moderación, hemos abusado de los conocimientos y las sustancias que Dios dispuso para nuestro bien. De ahí las trágicas consecuencias que hemos provocado: el holocausto de la soberbia racial, el fratricidio de las guerras mundiales y la «limpieza étnica» sin cuartel, la esclavitud moderna de las drogas y del alcohol, el infanticidio que es el aborto por conveniencia, y la plaga posmoderna que es el SIDA, fruto de la obsesión por el placer sexual cuasi-animal, a toda costa.


Ya es hora de que dejemos de practicar el suicidio moral. Hoy, más que nunca, necesitamos definir el progreso como lo define Dios, en términos espirituales. Arrepintámonos de nuestra soberbia y de nuestra conducta inmoral, y pidámosle perdón. Sólo así podrá decirse de nosotros que de veras estamos progresando.



Más Devocionales!