sábado, 14 de marzo de 2009

Muere Satanás

















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Muere Satanas

«Bebe esto», convidó Gabriela Alessandri, italiana de treinta y ocho años de edad. Y le dio a su esposo Talis Ritoridis, griego de cuarenta años, un vaso lleno de limonada. El hombre estaba cansado y acalorado. Aquel vaso de limonada era una delicia paradisíaca. Así que bebió medio vaso de un sorbo.

No pudo beber más de medio vaso, pues un malestar horrible le invadió todo el cuerpo y comenzó a sufrir convulsiones. La estricnina surtió efecto, y el hombre no tardó en morir en medio de fuertes espasmos. Tan pronto como Gabriela se cercioró de que su esposo había muerto, con toda frialdad puso sobre su cuerpo inerte un letrero que decía: «¡Muere, Satanás!»

He aquí otro caso de homicidio conyugal: una mujer que envenena a su marido para librarse de él. La policía que la detuvo concluyó que Gabriela seguramente tenía alteradas las facultades mentales. Los parientes del esposo alegaron que el demonio era ella.

Lo cierto es que aquel matrimonio no era feliz como Dios quiere que sea todo matrimonio bien constituido. Las peleas eran continuas; las infidelidades del esposo, frecuentes. En el ambiente del hogar había tensión, violencia contenida, como una bomba a punto de estallar.

Cuando la mujer no soportó más las infidelidades, los insultos, el maltrato, el desprecio y los golpes del marido, tomó la decisión fatal. Aprovechando una de esas típicas tardes calurosas de verano que se dan en Roma, le ofreció a su esposo estricnina disuelta en limonada, que el pobre bebió sin sospechar.

Un matrimonio no llega a ese trágico desenlace de un día para otro sino después de muchos días y de muchos años de continuo deterioro. Es el acto final, espantoso, de una larga serie de actos menores, compuestos de discordia, encono, rencor, desprecio y, sobre todo, infidelidad.

No todo matrimonio que comienza a tener problemas termina a merced de un vaso de limonada con veneno. Pero todo matrimonio que comienza a notar el deterioro de sus relaciones conyugales debe tratar de remediarlo cuanto antes.

Cuando Gabriela envenenó a su esposo, le puso por nombre «Satanás» porque estaba convencida de que él era como el diablo encarnado. Tal parece que sabía que Satanás quiere robarnos la paz, matar nuestro matrimonio y destruir la armonía en nuestro hogar. En cambio, no parecía saber que Dios está dispuesto a ayudarnos a recobrar la paz, la satisfacción conyugal y la armonía familiar. 1 Más vale que nosotros, a diferencia de Gabriela, le permitamos a Dios ayudarnos, encomendándole nuestra vida y nuestro matrimonio.



Preso Voluntario

















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«PRESO VOLUNTARIO»



—Puede salir en libertad —dictaminó el juez de La Paz, Baja California, México—. A causa de su buena conducta en la cárcel, he decidido abreviar su condena. Está usted libre para volver a su familia y comenzar una nueva vida.

Para sorpresa del juez, el preso rechazó el indulto.

—Señor juez —explicó—, me metieron aquí por narcotraficante, y la sentencia era justa; pero aquí en esta cárcel he tenido una experiencia espiritual que ha cambiado mi vida. He conocido a Cristo, y quiero finalizar mi condena aquí, para darlo a conocer a mis compañeros de prisión.

Esas fueron las palabras del preso, Ignacio Mancida.

Esta notable historia la cuenta Alejandro Tapia, arquitecto de la ciudad de La Paz, Baja California, que llegó a ser un denodado seguidor de Cristo. El señor Tapia comenzó a contar acerca de su experiencia con Cristo en la cárcel de su ciudad, y al poco tiempo hubo más de cuarenta presos que hicieron profesión de fe en Cristo como su Salvador. Entre ellos se encontraba Ignacio Mancida, que optó por quedarse en la cárcel para, a su vez, contarles a otros acerca de su conversión.

Hay en este mundo, como prueba irrefutable del deterioro de la humanidad, muchísimas cárceles, penitenciarías, reformatorios y prisiones. Hay también muchas clases de presos. Presos injustamente encarcelados. Presos que muerden de rabia los barrotes de su celda. Presos por asaltos y homicidios. Presos políticos. Y presos para toda la vida. Pero presos voluntarios, que se quedan en la cárcel sólo para contarles a otros acerca de Cristo, hay pocos, muy pocos.

Hubo un tiempo célebre en la historia humana cuando los cristianos de Moravia que abrazaron la reforma religiosa del siglo dieciséis llegaron hasta a venderse como esclavos para proclamar la buena noticia de Jesucristo a otros esclavos. Tal era el amor que sentían por sus compañeros.

El apóstol Pablo padeció varios años de cárcel. Estuvo preso en Jerusalén, en Cesarea y en Roma por predicar el evangelio, y siempre aprovechó su estancia en la cárcel para predicar la libertad espiritual a los cautivos. Porque todos los seres humanos somos cautivos de lo mismo: del pecado.

Cristo todavía está redimiendo, tanto a hombres como a mujeres, de la cárcel opresora del pecado. Todos somos prisioneros, o del pecado, o de Cristo. Los que no han hecho de Jesucristo el Señor de su vida están en la cárcel del pecado. Fue por la urgencia del mensaje de libertad que Cristo les dijo a sus discípulos: «Vayan por todo el mundo y anuncien las buenas nuevas a toda criatura» (Marcos 16:15).



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