sábado, 24 de octubre de 2009

ULTIMA PELEA

Fue una pelea brava: un hombre contra cuatro. En su vida de peleador callejero, desde niño había tenido que defenderse cientos de veces. Siempre lo había hecho con las manos y con cualquier arma que pudiera empuñar en ellas.

Pero esta vez lo sujetaron espolvoreándole pimienta en la cara y amarrándolo con cuerdas fuertes a una tabla. Cuando terminaron de sujetarlo y de amordazarlo, lo colgaron en una horca. Se trataba de Carlos Campana, de treinta y nueve años de edad. Había asesinado a una mujer de treinta y seis años, a su hijita de ocho y a una amiga de treinta.

A veces hay que darle la razón a César Lombroso, el psiquiatra italiano muerto en 1909. Él decía que la tendencia al crimen es hereditaria. Carlos Campana, que a los treinta y nueve años murió ahorcado en esa forma rara, amarrado a una tabla, era hijo y nieto de criminales.

A los diecisiete años de edad violó a una joven. Por la acusación de la joven y el testimonio de una amiga, recibió diez años de condena. En la cárcel juró vengarse de las dos mujeres, y en efecto, al salir libre mató a las acusadoras y a la hija de una de ellas.

Sin descontar la tremenda influencia que los padres ejercen sobre sus hijos, la tendencia al pecado no viene únicamente de los padres. La tendencia al mal es innata, y nos viene desde los días de Adán y Eva. La inclinación al mal está en el corazón del hombre y es parte de toda la raza humana.

La herencia, ese factor genético que es parte de la formación de toda persona, tiene ciertamente un efecto poderoso en los hijos. Pero el pecado que, desde aquella primera transgresión en el Edén, corre por las venas de la humanidad, es mil veces más poderoso que cualquier herencia.

Por eso hay tanto mal en el mundo: guerras, violencia y los mil delitos de que es capaz el ser humano. Y por eso el apóstol Pablo declaró: «Todos han pecado y están privados de la gloria de Dios» (Romanos 3:23).

Ahora, así como por un hombre, Adán, entró el pecado en la raza humana, por un hombre, Jesús, todo pecador puede ser librado de los efectos del pecado. Para eso envió Dios a su Hijo Jesucristo a morir en la cruz del Calvario. Cristo, con su muerte, neutralizó la herencia del pecado y le ofreció al hombre vida nueva.

Cuando un hombre se arrepiente de su pecado y recibe a Cristo como su Salvador, la herencia de Adán queda borrada para siempre y ese hombre se hace heredero de la justicia de Dios. Esa es la herencia que Dios desea darnos. Entreguémosle nuestra vida a Cristo. Él nos salvará.

Más Devocionales!