domingo, 15 de marzo de 2009

Sobre las Alas de un Ave

















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«Sobre las alas de un Ave»


Las aguas del diluvio habían convertido en un pantano el valle de Oaxaca. Pero allí un puñado de barro cobró vida y comenzó a caminar. Lo hizo muy despacio, con la cabeza erguida y los ojos bien abiertos. No se iba a perder nada de lo que el sol hacía renacer en el mundo.

Al rato llegó a un lugar que apestaba, y vio un zopilote devorando cadáveres.

—Llévame al cielo —le pidió—. Quiero conocer a Dios.

Mucho se hizo rogar el zopilote. Estaban deliciosos los muertos. La cabeza del animal pedigüeño se asomaba para suplicar, y volvía a esconderse porque no soportaba el hedor.

­—Tú, que tienes alas, llévame a cuestas —le imploraba.

Fue tanta la insistencia que el zopilote abrió sus enormes alas negras, dejó que el impertinente animal se acomodara en su espalda, y emprendió vuelo.

A medida que atravesaban las nubes, el ingrato pasajero mantenía la cabeza escondida y exclamaba:

—¡Qué feo hueles!

El zopilote se hacía el sordo.

—¡Qué olor a podrido! —volvía a quejarse el desagradecido viajero.

Así continuaron hasta que el pobre pajarraco perdió la paciencia y se inclinó repentinamente, arrojando a tierra a su quejumbroso acompañante.

Si no murió del susto el patitieso volador, debió haber muerto del golpe que sufrió al estrellarse en una roca, pues lo que lo salvó se hizo pedazos. Pero Dios bajó del cielo y con gran maestría juntó los pedacitos, dejando que aquellos remiendos en el caparazón le sirvieran de recuerdo. 1

No es de extrañarse que en este simpático mito indígena de la América precolombina la tortuga anhelara ir al cielo. Eso lo desea todo el mundo, hasta los seres imaginarios. Ni debiera sorprendernos el que la tortuga pensara que hay que ir al cielo para llegar a conocer a Dios. Si Dios tiene su morada en el cielo, ése es el sitio lógico donde encontrarse con Él. Lo curioso de este caso es más bien el medio que se ingenió la tortuga para lograrlo: montada en un ave de rapiña. Pero ni aun eso debiera extrañarnos si lo comparamos con los medios que los seres humanos somos capaces de emplear en nuestra búsqueda de Dios.

Algunos intentamos conocerlo mediante las buenas obras, pensando que así ganamos su aprobación. Otros hacemos penitencias y repetimos interminables rezos convencidos de que así Él se ve obligado a premiar nuestra abnegación. Pero el único medio válido de llegar a la presencia de Dios en el cielo es Jesucristo su Hijo, y para conocer al Padre tenemos que conocer al Hijo y aceptarlo como nuestro Salvador. 2 Los que hemos puesto todo nuestro empeño en llegar a conocer a Dios a nuestro modo podemos, no obstante, cobrar ánimo. No importa que hayamos sufrido, cual mitológica tortuga, una tremenda caída en el camino. Porque Dios está dispuesto a bajar del cielo y juntar todos los pedacitos de nuestra vida, y remendar ese caparazón que es nuestro corazón.

1. Eduardo Galeano, Memoria del fuego I: Los nacimientos, 18a ed. (Madrid: Siglo XXI Editores, 1991), pp. 19-20.

2. Juan 14:6-7



















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Cadena Perpetua de contemplaciónPor. Hermano Pablo

Era un típico triángulo amoroso, triángulo que suele enmarcar tragedias. El esposo era Alfredo Millán, de Caracas, Venezuela. La esposa se llamaba Tina, y su amante, Benjamín. El triángulo se hizo trizas de una manera violenta.

Al regresar de su trabajo, Alfredo Millán descubrió el adulterio en su propia casa. Armado de un machete, decapitó al amante, metió la cabeza en un frasco grande con alcohol, y le dijo a la esposa: «Ahora podrás contemplar tu pecado toda tu vida.» Y puso el frasco con la cabeza en la mesita de noche de su infiel compañera.

Eso de «contemplar el pecado toda la vida» debe de ser un castigo terrible. Millán obligó a su esposa a ver la cabeza del amante en el frasco cuatro años seguidos.

Muchas veces imaginamos al infierno como un horno ardiente, un abismo en llamas, o como ollas de plomo derretido donde los pecadores se queman por la eternidad. Nadie sabe con exactitud cómo será ese castigo eterno, pero de seguro cada hombre y cada mujer condenados tendrán que contemplar para siempre el pecado que cometieron.

El que asesinó a un semejante tendrá que contemplar el cadáver. El que violó, robó, estafó, chantajeó, calumnió, o simplemente odió con el corazón, contemplará cada hora de cada día a la persona que perjudicó o el mal que hizo, y eso por los siglos de los siglos.

Si bien nadie sabe a ciencia cierta cómo será esa condenación, eso no quiere decir que haya duda de que tendrá lugar. Y tampoco hay duda de que nuestra memoria será aguda en medio de la condenación y a lo largo de ella, ni de que esa memoria mantendrá delante de nosotros, día y noche, las maldades que hayamos hecho.

Pero eso tampoco quiere decir que nadie tendrá que pasar irremediablemente por el sufrimiento de una condenación eterna. Para eso envió Dios al mundo a su Hijo Jesucristo. El pasaje más citado de la Biblia dice: «Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16). Cristo nos ofrece dos vidas. La una es una vida transformada, también llamada vida nueva, mientras todavía nos encontramos en esta tierra. La otra es vida eterna en lugar de condenación eterna. Todo lo que tenemos que hacer es entregarnos incondicionalmente a Él.



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